
En noviembre de 2024, y con motivo de la presentación del club deportivo Kendra, se me invitó a impartir una charla sobre literatura de montaña. Dicha charla formaba parte del conjunto de actividades que, durante dos jornadas, tuvieron lugar en el refugio del Meicín, a los pies de Peña Ubiña. Meses más tarde, en abril de 2025, se me invitó a participar en un evento de similares características. Esta vez, se trataba de celebrar el cincuenta aniversario del club de montaña Etorkizuna —Etorkizuna Mendi Taldea—. Para ello, entre otras cosas, se organizó una mesa redonda en Bilbao sobre montañas y libros —moderada por Argiñe Areitio, directora de la editorial SUA Edizioak—, alrededor de la cual nos reunimos Juanjo San Sebastián, Ramón Olasagasti, Karlos Aretxabaleta y yo misma. Estas dos ocasiones me concedieron la oportunidad de sistematizar muchas ideas que yo ya andaba barruntando desde hacía tiempo en relación a este subgénero literario, es decir, al de la literatura de montaña. Ahora, he decidido reunir esas ideas en un ensayo breve dividido en tres partes y abierto a la discusión.
¿Qué queremos decir cuando decimos «literatura de montaña»?
Empecemos por el primer término de la expresión: literatura. Partiré de la premisa de que lo literario no es aquello que ocurre solamente en los libros, ni tampoco aquello que ocurre solamente a través de la escritura. La literatura es cotidiana y la hacemos presente cada vez que relatamos lo que nos sucede, por ejemplo. Para entender esto, me gusta aludir a dos conceptos acuñados por Ortega y Gasset: el de razón vital y el de razón narrativa. La razón que empuja las decisiones y los movimientos de los seres humanos —y me atrevería a decir que los de cualquier cuerpo— no es una razón lógica, no es una razón pura. Es una razón vital, fuertemente ligada a las inclinaciones, necesidades, condicionamientos, anhelos, miedos y demás dimensiones interrelacionadas, transindividuales y biográficas que van configurando la trayectoria particular de cada ser. Pero, además, mientras vivimos, nos contamos nuestra vida por el camino. Elaboramos una narración en paralelo a la vivencia. Somos novelistas sin remedio. No podemos evitar la literatura. Por lo tanto, la literatura no es nada elevado, no es algo propio de élites culturales o de profesionales de la palabra. La literatura es inevitablemente común. Y está socializada. Esto quiere decir que existe todo un entramado de discursos en el espacio social que se afectan entre sí y se tensionan entre sí, que crean estilos y orientan las subjetividades. Ese entramado se cuece a fuego lento dentro del caldero de los cuentos —siguiendo una metáfora desarrollada por J. R. R. Tolkien para hablar de los cuentos de hadas—. Cada voz narrativa tira de un hilo contenido en el caldero de los cuentos y lo despliega en un estilo que es a la vez indirecto y libre —y esta es una idea que puede ser rastreada en los «Postulados de la lingüística» de Deleuze y Guattari, capítulo contenido en el libro Mil mesetas—.
¿Y qué hay de lo segundo? ¿Qué hay de la otra mitad de la expresión «literatura de montaña»? Bueno, en relación a ese segundo término —montaña—, he de decir que es mentira. Ningún hilo narrativo perteneciente a la literatura «de montaña» habla de las montañas en sí. Nunca. La literatura de montaña habla, más bien, de lo que los seres humanos hacen en las montañas. Ni siquiera las guías de itinerarios o las descripciones orográficas son nunca formas de hablar de las montañas «objetivamente». Hemos de reconocer que la literatura de montaña es, en realidad, literatura de montañismo —entendiendo montañismo no en el sentido habitual, sino como toda relación antrópica con las montañas—. La literatura de montaña es siempre antropocéntrica, por más que se quiera sugerir que lo que importa es la montaña. No: lo que importa es retratar cómo a algunos seres humanos les importan las montañas, de qué manera les importan. Hay que aprender a percibir la diferencia. La literatura de montaña no habla de las montañas, sino del ensamblaje [montañas + seres humanos + muchas más cosas] —para comprender la noción de ensamblaje en toda su riqueza, recomiendo leer a Jane Bennett—.
Los tipos de libros que históricamente han formado parte de la literatura de montaña son muy variados: biografías y autobiografías, diarios, crónicas e informes —de expediciones, por ejemplo—, descripciones —etnográficas, sociológicas, geográficas, geológicas—, novelas, guías, manuales... En casi todos los casos, se trata de literatura de no ficción. Existe, por supuesto, la literatura de montaña de ficción, pero esta está mucho peor valorada en general. George Pokorny, que, en su texto titulado «Fiction in mountaineering literature» —contenido en el número 329, volumen 85, del The Alpine Journal—, elabora un listado de las diferentes familias en las que la ficción de montaña se puede subdividir, también aporta una serie de razones para comprender la mencionada tendencia a infravalorar la ficción con respecto a la no ficción en este territorio literario. Hay que señalar por adelantado que el propio Pokorny defiende dicha infravaloración; piensa que la ficción de montaña es un campo abocado al fracaso y que la «gran novela de ficción alpina» está aún por llegar. Recordemos, no obstante, que el texto de Pokorny es de 1980, y que, quizás, en el año 2025, esa novela por llegar ya haya llegado. De todos modos, y a pesar de lo desfasado que pueda parecer el corpus literario al que Pokorny hace referencia para sostener su tesis, leer su texto es importante a día de hoy porque, personalmente, creo que en el ámbito de la literatura de montaña sigue existiendo una cierta animadversión o un cierto recelo hacia la ficción.
El gran problema que Pokorny identifica, y que explicaría este «fracaso» de la ficción alpina, tiene que ver con que las historias reales relacionadas con el alpinismo y las expediciones son tan perfectas y están tan bien surtidas de detalles precisos, que es muy difícil imaginar obras «más efectivas o mejor articuladas». En respuesta a esta afirmación, la principal crítica que se le puede hacer a Pokorny consiste en desvelar que, para elaborar su argumento, el autor da por hecho que ser ambas cosas, novelista y alpinista, es poco menos que imposible —«muy pocos novelistas jóvenes son alpinistas», dice—. Por lo tanto, para él, ser novelista implica necesariamente un escaso conocimiento del alpinismo —lo que repercute en la escasa calidad de las obras literarias alpinas de ficción—. Una persona que sí practica alpinismo, en cambio, posee tanto el conocimiento técnico alpino como la experiencia vital abismal que le permiten crear una buena obra a pesar de las posibles carencias retóricas y expresivas. Este punto de vista se basa en una concepción de la literatura muy reducida: como si la literatura solo pudiese ser una actividad profesionalizada y a tiempo completo —y como si una novela de ficción alpina solo pudiera desear ser realista, como si solo pudiera desear imitar la realidad—. En consecuencia, desde esta perspectiva, es difícil concebir que alguien que se dedica a hacer literatura también se dedique al alpinismo. Y el resultado que esa «verdad» implica es la convicción de que un escritor siempre producirá un tipo de literatura deficiente, una literatura que es solo palabra hueca, sin la profundidad que otorgan los conocimientos y las experiencias alpinas. Pero, como resulta obvio, esto es una manera de ver las cosas nada más. Es un prejuicio. Si nos aproximamos a la literatura siguiendo la propuesta que he planteado al principio, los argumentos de Pokorny pierden toda su fuerza. La literatura está por doquier. Cualquier alpinista puede hacer literatura. Y cualquier alpinista puede hacer, por descontado, buena ficción. Igual que cualquier novelista puede adentrarse en el terreno del alpinismo y componer una buena historia abrupta y escarpada. Y añado una cosa más: una obra perteneciente a la literatura de montaña de ficción no tiene por qué parecerse a la realidad.
De todos modos, el desprecio de Pokorny hacia los ejemplos existentes de literatura de montaña de ficción no resulta del todo sorprendente. Ursula K. Le Guin, en algunos de sus escritos contenidos en el volumen Contar es escuchar, ya aludía a la percepción generalizada que existe de la ficción como un tipo de literatura de segunda categoría. Y para contrarrestar esta infravaloración, la escritora decía, entre otras cosas, las siguientes: «no puedo leer como novela un libro sin nada inventado. No podría concederle un premio de novela a un libro que solo contiene hechos, como tampoco podría darle un premio de periodismo a El Señor de los Anillos». Según esta premisa, las novelas pertenecientes al subgénero de la literatura de montaña que más le gustan a Pokorny —es decir, las que relatan hechos y nada más que hechos—, serían, para Ursula K. Le Guin, las que menos podrían encajar precisamente en la categoría «novela», puesto que la novela es inconcebible sin ficción. La literatura de montaña de calidad, si siguiéramos el razonamiento de Pokorny, debería evitar a toda costa las leyes de la novela y dedicarse solamente a la descripción de hechos. Pero eso, amigo Pokorny, se llama crónica o informe, no novela.
Para aportar un segundo ejemplo del esfuerzo que han tenido que realizar muchas plumas para restaurar el valor de la ficción y la fantasía en el terreno de la literatura, recordemos que Tolkien también sintió la necesidad de salir en defensa de los cuentos de hadas y criticar que estos fueran considerados peyorativamente solo como una forma de «literatura infantil». «En mi opinión, pues, el valor de estos cuentos [de hadas] no ha de medirse con los niños como única referencia. Las colecciones de cuentos no son por naturaleza sino desvanes y trasteros. Solo una costumbre local o accidental las convierte en cuartos de niños»: estas son las palabras con las que Tolkien deshacía el embrujo prejuicioso.
Ni la fantasía, ni la ficción, ni la ciencia ficción son tipos peores de literatura. Y si así se consideran es porque —también en este caso siguiendo parte del razonamiento de Ursula K. Le Guin en sus ensayos— se les concede un mayor valor a las operaciones artísticas de imitar y representar (lo real), que a las de imaginar, crear e inventar (otra cosa). Y esto resulta en parte paradójico, pues si por algo se caracteriza la literatura de montaña es por la proliferación de la mentira y de la exageración —dada la presión existente por demostrar las «conquistas» alpinas dentro de la comunidad montañera—. Se penaliza la ficción, pero, en el caso de algunos de los grandes exponentes de la literatura de montaña, se manipula la realidad hasta los límites de la deformación épica más esperpéntica, la más heroica y gesticulera. Y todo esa parafernalia grandilocuente se califica como profunda y poética.
El papel de la épica en la literatura de montaña
Una de las características comunes a la ficción y a la no ficción alpinas, esto es, el rasgo por antonomasia más presente tanto en las obras de la literatura de montaña de ficción como en las de no ficción, es la entrega estética generalizada a la épica más barroca.
Pero, a todo esto: ¿qué es la épica?
Si nos hacemos esta pregunta teniendo en cuenta referentes literarios contemporáneos —a partir del siglo XX—, lo más fácil es que nos venga a la cabeza una figura como la de J. R. R. Tolkien, y su obra por excelencia, El Señor de los Anillos. Hay mucha gente que ha situado la trilogía del profesor en el cajón de la épica fantástica —e incluso se ha llegado a decir de él que inaugura el campo de la épica fantástica moderna—. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el propio Tolkien definió su obra de muchas maneras. Y, entre otras categorías, empleó la de «cuento de hadas» para describir El Señor de los Anillos. En todo caso, y si nos da por aferrarnos a la etiqueta de épica a pesar de todo, debemos tener en cuenta que la de Tolkien es, entonces, una épica muy especial. Para ilustrar esta especificidad propia de la épica tolkiana, me gusta siempre proponer la lectura de un pasaje de La Comunidad del Anillo. Pero antes de dar paso a dicho fragmento, he de poner en contexto a la persona lectora. El pasaje que voy a transcribir pertenece al capítulo titulado «El Concilio de Elrond». El concilio al que se hace referencia es una reunión que convoca a muchas personalidades importantes de la Tierra Media para decidir qué hacer con el Anillo Único, el Anillo de Poder, arma letal cuyo reciente descubrimiento, después de largos años oculta, ha puesto en jaque el destino del mundo. El Anillo llegó a manos de Bilbo, un hobbit de la Comarca, un ser pequeño e insignificante. Después, pasó a manos del sobrino de este: Frodo. Y ahora toca decidir cómo lidiar con el objeto. La decisión final es que hay que destruirlo arrojándolo al fuego de la montaña donde fue forjado. Bilbo, que ya es un hobbit ancianísimo, se ofrece a llevar a cabo la misión puesto que fue él quien dio comienzo a todo este enredo. Y ante este planteamiento de la cuestión, sucede lo siguiente:
—Por supuesto, mi querido Bilbo —dijo Gandalf—. Si tú iniciaste realmente este asunto, tendrás que terminarlo. Pero sabes muy bien que decir he iniciado es de una pretensión excesiva para cualquiera, y que los héroes desempeñan siempre un pequeño papel en las grandes hazañas.
Si Tolkien es un referente en cuestiones de épica, hemos de aceptar que su propuesta de épica es, en realidad, absolutamente opuesta a la imagen y a la idea de épica más popularizadas. La épica tolkiana se opone a la épica habitual presente en la literatura de montaña por dos razones que quedan bien ilustradas en el pasaje anterior: en primer lugar, Tolkien rechaza la idea de pionerismo —«pero sabes muy bien que decir he iniciado es de una pretensión excesiva para cualquiera»—: nadie empieza nada desde cero, vivir consiste en tomar el testigo, en prolongar, en participar del material histórico al que hemos sido arrojados, arrojadas, arrojades, en transformar dicho material, en afectarlo y verse afectado por él. Por otro lado, Tolkien rechaza la noción individualista de héroe —«los héroes desempeñan siempre un pequeño papel en las grandes hazañas»—: las hazañas son colectivas aunque cada cual juegue su papel específico, nunca se está absolutamente solo, siempre hay red, ensamblaje, interrelación, coprotagonismo. El pionerismo y el heroismo individualista son dos piedras angulares de la literatura de montaña. Estas dos piedras angulares han operado como herramientas para la producción de un conjunto de subjetividades basadas en el esfuerzo, el sacrificio, la conquista, el mérito personal, etc. Sin embargo, hay otras épicas posibles. Épicas en las que el foco de atención no está situado ni sobre los Nombres Propios ni sobre las medallitas para el ego. Y la ficción tiene los instrumentos necesarios para inventar esos otros mundos alpinos más vivibles, precisamente.