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Creo recordar haber escrito alguna vez en esta misma página una historia que cuenta el antropólogo Marvin Harris en uno de sus libros, pero la traigo hoy a colación por su, creo, "rabiosa" actualidad. Y, nunca mejor dicho lo de la rabia.
En algunas tribus antiguas, organizadas con una economía de reciprocidad, los hombres salían de caza y repartían la carne entre toda la tribu. Unos salían unos días y, otros correspondían cazando en otros momentos, pero había alguno que no salía nunca de caza y se aprovechaba del trabajo de los demás. (Muchos siglos más tarde, esos personajes serían llamados free riders o gorrones sociales). Ese problema lo resolvía el brujo, o el druida, de la tribu quien decía que los malos espíritus anidaban en esos personajes y, entonces, la tribu, encantada, aceptaba esa sentencia y echaba del poblado a los indeseables.
En España, y no solo en España, hay quien ha señalado como indeseables a una serie de personajes que, como la democracia la carga el diablo, han llegado al poder. Y, como druidas ya no se llevan, apelan a ciertos jueces que, como aquellos, se encargan de radicar malos espíritus en aquellos personajes señalados como indeseables. El que no haya evidencias factuales de esas acusaciones importa menos que la convicción moral de esos jueces y, sobre todo, que el deseo de una parte de la tribu que está deseando echar a los indeseables. Y palmotean felices cada vez que leen cualquier sambenito que les cuelguen. ¡A los leones!, posiblemente gritarían, si las leyes de protección de animales no eximieran a estos animalitos de su antigua función justiciera.
El sistema funciona como un reloj por la concatenación de varias circunstancias. En primer lugar, el funcionamiento del procedimiento judicial no está al alcance de cualquiera ya que hace falta una carrera universitaria de varios años y una especialización posterior en la técnica judicial, para saber de qué va la cosa. Porque, además, ese procedimiento judicial tiene más recovecos que el laberinto del Minotauro pero muchas salidas al alcance de los elegidos.
Además, siempre a ojos de neófito, parece que ancha es la Castilla de algunos jueces de instrucción. La estadística dice que los delitos de prevaricación entre estos funcionarios se puede contar con los dedos de una oreja, lo que da una gran tranquilidad para su "trabajo". Esto facilita el ejercicio, en su caso, de actividades judiciales extralegales, de esas que entran en el concepto de "el que pueda hacer algo, que lo haga". Pero, eso sí, justificadas por una serie de informes convenientemente seleccionados y valorados.
Hay quien se deja una parte de su vida tratando de probar su inocencia, con la estupefacción de pensar que eran otros los que deberían tener que probar su presunta culpabilidad
Y, sobre todo, cuentan, como antes he apuntado, con el entusiasmo de una parte de la población. Es tal, que el concepto de alarma social es aplicable a estos casos: si a personajes tan indeseables como hay, no se les persiguiera por cualquier medio presuntamente legal, podría volver la sangre a las calles. Por lo cual, podríamos estar orgullosos de un estado de derecho que puede evitar males mayores. Además, en el caso de que, esos jueces, no lo hicieran, podrían ser acusados de "colonizadores" del juzgado, cosa que, ya se sabe, es lo peor de lo que se le puede acusar a un magistrado.
Ese entusiasmo de parte de la opinión pública lo recoge de medios especializados, alguno de los cuales colaboran desde el principio poniendo convenientes dianas donde lanzar las querellas. Determinada gente, medios de comunicación adecuados y jueces afines forman una auténtica Fan Zone que ríete tú de las de los más conspicuos hooligans futboleros.
Así, hay quien se deja una parte de su vida tratando de probar su inocencia, con la estupefacción de pensar que eran otros los que deberían tener que probar su presunta culpabilidad. Pero, al final, y como en las películas, siempre nos quedará la sala, con su vista pública, la necesidad de pruebas, la presencia de testigos y la obligación de motivar debidamente una sentencia. Eso es lo que nos permite creer, todavía, en la justicia.