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Jéssica Rodríguez, expareja del exministro José Luis Ábalos, ha reconocido que durante más de dos años estuvo cobrando todos los meses una nómina como auxiliar istrativa por unos trabajos que nunca llegó a desempeñar en dos empresas públicas.
Además de cobrar sin trabajar, ha confirmado que no era ella quien pagaba el alquiler del lugar donde vivía, un piso de lujo para ser exactos.
Una vez más salta a la palestra el desencanto de los ciudadanos de bien ante la política, ese noble arte de lo imposible que siempre ha sido terreno fértil para las apariencias.
El poder, ese espejo deformante que tanto miente, no tarda en mostrar la verdad. Primero son pequeñas grietas: contratos sospechosos, amistades incómodas, viajes que no figuran en las cuentas oficiales
Pocos espectáculos resultan tan decepcionantemente repetitivos como el desfile de políticos que juraban redimir a la patria con las manos limpias, solo para terminar con los bolsillos llenos y el alma —quienes la tienen— hipotecada.
Son una suerte de santos de barro, figuras que se alzaron sobre pedestales de una integridad prefabricada y que, al primer chaparrón de poder, ponen en evidencia lo que siempre fueron: farsantes con buenos discursos y pésimas intenciones. Chorizos de punta en blanco. Corruptos que predican integridad y que aparecen un buen día con una oratoria impecable, miradas firmes y promesas que hablaban de transparencia, de justicia, de limpiar la mugre acumulada por décadas de corrupción. Unos envueltos en un patriotismo que no va más allá de la pulserita rojigualda que lucen ufanos en la muñeca, y otros reivindicando la conciencia social, la igualdad y los derechos humanos.
Los medios de la cuerda de cada cual de estos personajes suelen bendecirlos como “el futuro”, mientras la ciudadanía —harta, ingenua o simplemente desesperada— les entrega su esperanza como quien deposita la última moneda en una máquina tragaperras.
Después vienen los sobres cerrados, las cuentas en paraísos fiscales… y cuando se destapa el escándalo, ahí están de nuevo estos personajes con su indignación impostada, acusando complots, errores istrativos o a los enemigos de siempre
Pero el poder, ese espejo deformante que tanto miente, no tarda en mostrar la verdad. Primero son pequeñas grietas: contratos sospechosos, amistades incómodas, viajes que no figuran en las cuentas oficiales. Después vienen los sobres cerrados, las cuentas en paraísos fiscales… y cuando se destapa el escándalo, ahí están de nuevo estos personajes con su indignación impostada, acusando complots, errores istrativos o a los enemigos de siempre. Nunca —jamás— con una pizca de vergüenza.
El daño que deja esta gentuza va mucho más allá del dinero robado, pues fomentan el desencanto, ese cáncer silencioso que convierte a los ciudadanos en espectadores resignados. Porque, cuando la virtud resulta ser solo una máscara bien cosida, el mensaje que queda es devastador.
Así está pues el mercado. Y mientras tanto, los santos de barro siguen y seguirán desfilando, porque la política —como el teatro— siempre encuentra nuevos actores para repetir el mismo guión. Y también siempre, el público, cansado pero esperanzado, seguirá comprando la entrada con la secreta ilusión de que esta vez, tal vez, la función termine de otra manera.
Sin embargo, la obra siempre es la misma. Solo cambian los nombres.