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Hay Fernando VII y sucesores. Hay una España, en fin, que lleva años encumbrando a villanos, a mediocres de una mediocridad tal que sólo el silencio de los justos ha elevado a las cumbres de la popularidad, convirtiéndolos en paradigmas de una sociedad muda que recuerda en muchos aspectos a aquella de la que hablaban Costa y Ganivet, aquel país sin pulso, indiferente a todo, caduco y dispuesto a pelearse de nuevo por ceñirse las cadenas de la carroza para tener el honor de servir al dueño.
Mario Vaquerizo es un señor que no ha hecho nada en la vida, me refiero a algo destacable, algo lo suficientemente meritorio para estar todos los días en las televisiones y los medios de todo el país. Como músico, mejor no opinar, como persona mediática, una aparente bondad ingenua, esconde a uno de los amigos preferidos de Isabel Díaz Ayuso, sobre cuya actuación durante la pandemia, se estrena ahora una película en los pocos cines que se atreven a hacerlo. No es nadie, es el marido o el compañero de Olvido Gara, un personaje de la movida madrileña que tuvo su momento en La Bola de Cristal, Kaka de Luxe y Dinarama, que se esfumó progresivamente al perder a sus mantenedores y que hoy sobrevive del pasado. No hay nada en Vaquerizo para que nos esté dando la murga constantemente, bien sea en Masterchef, bien en La que se avecina, en Pasapalabra o en cualquier programa donde se necesita muy poco para pasar como estrella.
No tengo nada especial contra este señor, me parece excelente que se haya convertido en uno de los iconos de la derecha más reaccionaria y corrupta de Europa, junto a Nacho Cano, Pitingo, Jose Manuel Soto, Ana Rosa o Joaquín Leguina, pero creo que un país que coloca en lo alto de su pirámide a personajes tan inquietantes, tiene un serio problema ético que va más allá de los gustos de cada cual. Mientras influencers de todo tipo dicen desconocer a Serrat, Aute o Llach, tres de los mayores creadores del siglo XX, no tienen el menor problema en reconocer lo mucho que adoran a Karina, el Dúo Dinámico, Peret o Manolo Escobar, cuyas canciones son inasequibles al paso del tiempo y son cantadas a coro por jóvenes y mayores, dentro de un eterno bucle del que parece imposible salir.
Vaquerizo es a la música, arte al que dice dedicarse desde su grupo Nancys Rubias, lo que Díaz Ayuso o Feijóo a la política
Vaquerizo es a la música, arte al que dice dedicarse desde su grupo Nancys Rubias, lo que Isabel Díaz Ayuso o Feijóo a la política. No hay nada creativo, nada constructivo, nada que emocione, nada que de esperanza, sólo un triste espectáculo prediseñado dirigido a una masa que parece haberlo olvidado todo y ha sido incapaz de transmitir a las nuevas generaciones -que bastante tienen con buscarse un techo que les cubra- que España no es un tambor de nazareno ni una virgen llena de puñales avisándonos a todos que esto es un valle de lágrimas para los más y un verdadero paraíso para los menos, los que reclaman para si la propiedad y la autoridad plena sobre un país al que llevan siglos vapuleando.
Está claro que el Partido Popular y quienes lo apoyan y defienden mediáticamente están decididos a expulsar del poder al actual gobierno. No dudan para ello en utilizar medios que repugnan la conciencia de los más permisivos, incluso plantear que en España no sólo sobran los migrantes negros y moros pobres, sino también los que pensamos diferente, los que creemos que es necesario acabar con las tremendas y crecientes desigualdades que están creando dos Españas incomprensibles, una de abusadores y otra de abusados silentes y agradecidos, los que creemos, por ejemplo, que el problema de la vivienda no se arregla con libre mercado, destrozando el paisaje o dando bonos, sino construyendo un enorme parque de viviendas públicas con alquileres tasados para los más necesitados, los que, en fin, pensamos que la corrupción es un cáncer que termina matando a la sociedad que la acepta, que la política es servir al interés general, que decir hijo de puta a un presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados, sólo es propio de mentes muy dañadas que sólo piensan en hacer ver a la mayoría que hay un clima de tensión tan agudo como irrespirable es la atmósfera que respiramos.
Desde hace años vivimos un proceso de aculturización que nos está llevando al embrutecimiento de la sociedad
España tiene problemas, muchos, y los seguirá teniendo porque también los tenemos los individuos que la componemos. Pero ni estamos a punto de matarnos a garrotazos, pese a que muchos intentan que así lo creamos, ni estamos en el peor de nuestros momentos. Sigue vigente la cuestión de la articulación de las comunidades históricas con idioma propio, aunque muy atenuado pese a personajes como Puigdemont, se ha agravado drásticamente el problema de la Sanidad por las privatizaciones y la falta de inversiones en lo público, la enseñanza concertada confesional sigue aumentando su sangría al Estado y la vivienda se ha convertido en un lujo para la mayoría de las personas menores de treinta años, entre otras cosas por la especulación vinculada a fondos de inversión. Pero con ser todos ellos problemas muy graves, hay otro que creo que está es todavía mayor: Desde hace años vivimos un proceso de aculturización que nos está llevando al embrutecimiento de sectores cada vez más extensos de nuestra sociedad, un proceso que ha eliminado en millones de personas el espíritu crítico y la capacidad de seleccionar adecuadamente las ingentes cantidades de información que se reciben por minuto, itiendo como verdades mentiras obvias, como genios y paradigmas a personas que carecen del menor de los méritos. Decía Hanna Arendt que “mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira, no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras…”. Lo saben, y esa es su estrategia.