CINE

'En la alcoba del Sultán', una fantasía de Javier Rebollo que explora los límites entre el cine y la vida, la realidad y la ficción

Trás su paso por la Seminci, se estrena en las salas el próximo 15 de noviembre.

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Antonio Lázaro 

He seguido la trayectoria, una filmografía singular, personal e intransferible (aunque ampliamente disfrutable), de Javier Rebollo desde que en 1996 rodó en un bar de carretera próximo a Tembleque su primer cortometraje, En medio de ninguna parte. Desde la productora, cofundada por él, con Damián París, contando con el trabajo de coguionización de Lola Mayo y la dirección de fotografía de Santiago Racaj, ha consolidado un equipo totalmente sintónico, que ha contribuido a canalizar su personalísima poética fílmica.

Tras varios cortos muy reconocidos y reconocibles y tres largometrajes, presenta el cuarto, En la alcoba del sultán. Íntegramente filmado en el Norte de África, re-crea la estancia y andanzas en el país oriental de Nur de uno de esos operadores trotamundos y expedicionarios que llevaron por los cinco continentes la buena nueva del cinematógrafo Lumière.

Un sultán magrebí, aficionado a la fotografía, incorpora a su Corte al fotógrafo y peliculero francés, a la manera de cómo Carlos V, fanático de la relojería, incorporó a la suya al mejor relojero de su tiempo, el lombardo Juanelo Turriano.

No es la primera vez que Rebollo rueda en el extranjero. Su anterior film, La muerte y ser feliz, se rodó en Argentina. Y su ópera prima en largo, Lo que sé de Lola, es una peculiar road movie, un fílmico diálogo, entre París y La Mancha. Aunque sus curiosidades intelectuales y cinéfilas son universales, cosmopolitas y enciclopédicas, sin excluir un cierto casticismo neobarojiano y un quijotesco arraigo manchego, Javier Rebollo mira mucho a Francia, a su historia, a su literatura, a su cine. El operador, el héroe de su nueva propuesta, que realmente existió, fue el francés Gabriel Veyre. Y su historia se reconstruye con rigor y hasta cierta literalidad, incorporando fotografías y fragmentos de cine realizados por él y por su equipo. Es un lado documental que juega en la película, pero que se trasciende al dar pie a una historia que contiene muchas otras, y que remite, incluso en su localización, color y visualidad a Las mil noches y una nochesEn la alcoba del Sultán viene a ser una sorprendente historia de historias, un filandón, una auténtica muñeca rusa narrativa.

La película transcurre y discurre, crece como un río manriqueño y pasa de un impresionismo exótico a un surrealismo inesperado, siempre sorprendiendo, como el cine de la barraca

Contando con un destacado equipo internacional, técnico y artístico, se trata de una coproducción hispano-sa, ciertamente políglota (árabe, francés e inglés, predominan). Sobre guión firmado por Javier Rebollo y Luis Bértolo, Félix Moati encarna a Veyre. Pilar López de Ayala a Jeanne. El Sultán es Ilies Kadri. Jan Budar, el Caíd MacLean. Y Farouk Saidi, Abraham, asesor para todo, incluido galán de película. El director califica de prodigiosos a sus actores y destaca que Moati no hace dos tomas iguales y que Pilar López de Ayala torna fácil lo complicado.

Este proyecto largamente meditado, diseñado y elaborado, con la lenta cocción de los platos excelentes, ve la luz tras años de documentación, escritura y localizaciones. De apariencia compleja en su narrativa, múltiple, especular, remite, sin embargo, a una sencillez primigenia, a un retorno a los orígenes del cine, a la actitud naif del espectador, la del público de aquellas antiguas barracas de feria del primitivo cine ambulante, más hermano del circo que del teatro.

Contemplando las hipnóticas imágenes de la Alcoba, uno piensa, a la par, en Chaplin y en Pasolini. No es casual la inserción de una secuencia de Charlot. Y reímos, compartiendo esa ingenua alegría del cinematógrafo naciente, en las escenas de la proyección en el harén o ante el público infantil. Chaplin o Charlot, Carlitos en Hispanoamérica, es hoy solo una silueta en un neón polvoriento, el nombre de un pub en un pueblo o en un barrio. Los niños de ahora no lo conocen y mucho menos a Harold Lloyd, a Pamplinas (Keaton) o al Gordo y el Flaco. La tele, que antes los daba, los obvió, ¿por qué?

Los orígenes del cine, a caballo entre la novedad técnica (el invento) y la atracción de feria, contigua de la magia de verbena y de los primigenios freaks, pronto derivó en industria popular de entretenimiento. Primero, coexistiendo, incluso alternando programación, con el teatro de bulevar y las varietés (¡qué gran acierto de Berlanga trasladar la Filmoteca Española al Doré, un antiguo teatro de variedades!), y obteniendo, lenta y progresivamente, desde más o menos los 20, estatus artístico (vanguardias, Griffith, expresionismo, los soviéticos…). Pero es que, además, dos concepciones económicas y socioculturales subyacían a la invención y expansión del cinematógrafo, la europea y la norteamericana. Guerra de patentes. Lyon vs. USA. Los hermanos Lumière y Edison. Más idealista, misionera casi, como el film de Rebollo muestra, la de los ses. Pues el tema de base era el al suministro eléctrico. Y Tesla en medio, con su asesor manchego al lado, el genial Mónico González, inventando artilugios sin cesar con una visión más humanista y el FBI pisándole los talones. Estos asuntos, técnicos y sociales, se pueden rastrear por debajo de la fábula que nos narra Rebollo, incluyendo todo un análisis, prístinamente marxista, del cine y sus medios de producción, en clave de aparente cuento infantil.

Esta película propone una meditación sobre la mirada. Saturados de imágenes digitales, ya no guardamos ni localizamos las fotos que realmente importan

España, sin tanto peso de la Inquisición (que era, a más del control ideológico, un Ministerio de Hacienda voraz) y con algo más de libre comercio, hubiera jugado mucho más en este boom tecnológico y en la invención del cine, sin desdeñar la gran aportación de Mónico (telefonía móvil, rayos X portátil, etc.) y otros talentos individuales. Puede que Hollywood hubiera hablado en español y fuera aquello que nuestros aventureros de las Indias, y los propios indígenas, llamaron Eldorado.

Esta película propone una meditación sobre la mirada. Saturados de imágenes digitales, ya no guardamos ni localizamos las fotos que realmente importan. Las del antiguo álbum, las que se enmarcaban en el aparador o tapizaban las paredes. Hacemos tantas con los móviles que ya no nos sirven, no nos significan, no las encontramos ni nos encontramos en ellas. Esta película, Gabriel, su personaje, explica al Sultán que hay que hacer la toma precisa, la foto única.

Por ello, entre otras razones de índole ética y estética, la película está rodada en soporte analógico, en 35 mm. ¿Cómo rodar de otro modo una película sobre un operador de la casa Lumière? Pero chez Rebollo esto es tradición: ya rodó en celuloide Lo que sé de Lola y con Super 16, su anterior película, El muerto y ser feliz. Ha llegado a declarar que no se siente capaz de rodar en digital.

Pero la película transcurre y discurre, crece como un río manriqueño y pasa de un impresionismo exótico a un surrealismo inesperado, siempre sorprendiendo, como el cine de la barraca, como los experimentos de Meliès, mucho más cercanos a la trampilla en el tablado de las comedias de magia que a los efectos especiales de la IA en las películas de superhéroes.

En aquella verdadera corte de los milagros del Sultán, donde se priorizan los juegos y las invenciones y se juega compulsivamente al tenis, irrumpe Ella (“cherchez la femme”), Jeanne, la prometida de Gabriel. De manera que, cuando Pilar López de Ayala, una gran actriz madrileña con raíces extremeñas, que, sin embargo, encarna a una mujer sa avant la lettre, irrumpe en el palacio y grita:

- Gabi!

Todo cambia, todo se transforma. El amor añade más luz a la luz. Y al extinguirse, la ciencia cede paso a la magia para amortiguar la oscuridad: la noche que todo lo iguala frente al día, que todo lo separa. Gabriel desciende de la cúspide a la sima, a los infiernos de la soledad y la pérdida. Como don Quijote en la noche toledana de la Venta o en la penitencia del valle de Alcudia, el cameraman anda errabundo en camisón, perturbado y perdido, persiguiendo a un fantasma que acabará compareciendo. Y entretanto, solo el opio opera de bálsamo, un bálsamo ciertamente oscuro. 

- Pero no me digas que Pilar López de Ayala desaparece, que ya no sale más en la peli.

- Así es, Jeanne, su personaje, se esfuma. Pero ella, Pilar, reaparece.

- Menos mal, me temía lo peor.

Por arte de fotográfica magia, regresa Jeanne pero ya no será ese su nombre, sino Emily, por gracioso (y amoroso) decreto del Venerable.

Y pensamos entonces, quizá sin demasiado fundamento, en Vértigo, en las dos comparecencias de Kim Novak. Y pensamos en Dulcinea, Dulcinea real y Dulcinea ideal o soñada. Quizá las dos soñadas, hasta la improvisada, un tanto toscamente, la verdad, por Sancho, que pudiera representar, por qué no, su propio ideal de belleza labriega.

Pilar López de Ayala, una actriz española que sabe transmitir (en el habla, en la gestualidad, en su esbelto talle, en su bello y contenido rostro) “that french thing”, ha sido varias veces nominada a los premios Goya, ganándolo a la mejor interpretación femenina en 2001, muy joven, por su papel en Juana la Loca, que mereció además la Concha de Plata en el festival de San Sebastián. También Javier Rebollo acredita un Goya al mejor director novel y una Concha de Plata.

Entretanto, en la corte de los milagros del Sultán se pone en marcha un pequeño Hollywood, con rodajes de sketches cómicos y películas de espadachines. Pero el hierro de la Historia acabará con los geniales delirios del sultán y todo será pasto de la fugacidad, con asalto y derrocamiento incluidos.

Y mientras pasa el siglo XX, se quedan en el tintero otras invenciones anunciadas por Gabriel: el espejo que archiva imágenes o el tenis sin red ni raqueta. Pero tenemos, desde luego, la película de Javier Rebollo, que reclama más de un visionado y que es en sí misma una invención que, evocando y remitiendo a tantas, no se parece a ninguna otra. Como han hecho Spielberg y Scorsese, a su manera respectiva, Rebollo ha regresado a los orígenes y, desde una lúcida mirada, de rabiosa actualidad, contribuye a desmontar el caos representativo en que nos movemos o nos mueven.

Hay que reaprender a mirar y a escuchar, a disfrutar el crepúsculo (también existe el del amanecer, como supimos viendo La noche de los muertos vivientes), recuperar la sonrisa de aquellos barracones (para los infantes de ahora, el cine sería análogo descubrimiento), volver a ver elocuente cine mudo, vivir intensamente el tiempo que nos sea dado vivir. Osar descubrir el secreto de la alcoba del Sultán, entrar en ella.

Y soñar y amar. Y contarnos viejas historias nuevas o nuevas historias viejas que, como un buen vino o un beso en los labios, prolonguen y amplifiquen nuestras vidas. Historias como En la alcoba del sultán, la nueva película de Javier Rebollo, que se puede disfrutar en cines desde el 15 de noviembre.