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Aleix Sales | @Aleix_Sales

Es ridícula la superioridad moral con la que cierto sector de la crítica, mayoritariamente compuesto por hombres heterosexuales, ha despreciado el género romántico puro y duro –sin hibridaciones con otros géneros u adopciones formales que les daban un cariz más estimulante narrativamente con la que escudar su “agrado”-, ya fuera en los tiempos de los melodramas de Douglas Sirk como las adaptaciones de Nicholas Sparks. El rechazo sistemático a una tipología de obras deliberadamente sensibles, probablemente a raíz de su incapacidad para mostrar sin tapujos sus emociones, sigue bien presente acusando su superficialidad y su agotada fórmula de un modo implacable, mientras que con otros géneros, tan o más banales e igualmente extenuados, parece haber más manga ancha. Ante esto, uno intenta ser militante y tratar, con la justicia proporcional que merecen, este tipo de películas de clara vocación popular. Pero en casos como este, no se puede.
El debut en el largometraje de Alejandro San Martín, lamentablemente, es munición para todos aquellos detractores del género porque, pese a recurrir una infinidad de clichés, no los ejecuta con brillo ni un ápice de originalidad, a pesar de la fachada argumental que construye. El año del título es el que decide emplear Hugo (Luís Fernández) para aprender a tocar el piano con el fin de recuperar a su amor perdido, Sara (Nadia de Santiago), una premisa desde la cual parte el tedioso drama de encuentros, desencuentros, recuerdos y olvidos. San Martín inyecta ciertas dosis de un onirismo lírico cargante y vacío, visualmente feo, con el que, pretendidamente, pintar el film con una pátina de modernidad supuestamente profunda cuando, en realidad, no es más que Mr. Wonderful con ínfulas. A todo ello, establece un triángulo amoroso algo extraño en el que el tercer vértice, Nerea (Nicole Wallace) -la chica que enseña a Hugo a tocar el piano- entrado con calzador sin encajar holgadamente.
El problema no es el tema de lo que quiere tratar el cineasta en su obra que, como se ha mencionado, es bien loable y necesario. La objeción se encuentra en un cómo, francamente, desalentador. Porque uno puede ser cursi y romántico de una manera elegante, y Un año y un día lo es de forma basta y repelente. No hay magia en unos diálogos simplones y extremadamente genéricos, ni tampoco en el desarrollo desanimado de la trama. Lo que hay es una búsqueda a toda costa de la conmoción más inmediata y gratuita a base de lo explicito y la literalidad, creyendo que, si se invoca esa palabra en cuestión, el espectador inmediatamente lo sentirá. Esto deriva que, en muchos momentos, incurra en una explotación sentimental sin ningún tipo de sutileza –todo lo relacionado con la niña en el hospital está escrito con un brochazo gordo, por ejemplo- que resiente el conjunto sin compensar por ningún otro lado.
Tal vez lo único rescatable sea Nadia de Santiago, que defiende el contenido con corrección, y logra crear una química decente con Luis Fernández, pero ni aun así la cinta sale a flote ni escapa del sopor y el desinterés. Dentro de los pocos casos de melodrama romántico que llegan a la gran pantalla en España, es triste no poder defender una propuesta así con convicción, entusiasmo y seguir contraponiéndose al esnobismo que defenestra el género. Pero, si lo que se ha entregado es una película de fondo de catálogo de plataforma sin una pizca de gracia, no se debe caer en la benevolencia y, por una vez, darles la razón.