El mundo en sus manos
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“Cuidado con el hombre que habla de poner las cosas en orden. Poner las cosas en orden siempre significa poner las cosas bajo su control”, Denis Diderot.
El día 20 de enero de 2025 asistimos, porque así lo quisieron los dueños de medios y redes, a la toma de posesión de Calígula acompañado por sus caballeros cibernéticos. Niñatos criados a la sombra del papá Estado que fueron capaces de descubrir las utilidades del algoritmo sin que nadie lo demandase. Hoy, cada vez que encendemos el ordenador, que consultamos algo en el móvil, que miramos la televisión u observamos las estrellas, cada vez que nos miramos al espejo, que apretamos el mando a distancia, que interactuamos, estamos contribuyendo a engordar la cada de caudales de esos señoritos maleducados y siniestros que han creído llegado el momento de gobernar el mundo a su antojo. El Estado norteamericano, siempre al servicio del capitalismo más depredador, decidió hace años entregar la puesta en marcha de satélites a uno de esos mamarrachos, también darle la carrera espacial, de manera que buena parte de la información que recibimos, de las confesiones que hacemos por las redes, de nuestra privacidad, pasan por sus manos y por las de quienes para él analizan y proyectan.
Nunca se creó una policía ni un ejército ni una judicatura para ayudar a los más desfavorecidos a mejorar su situación, sino para reprimir sus protestas
Lo hemos confundido todo, somos capaces de irritarnos, cabrearnos incluso llevar a alguien a los juzgados por mirar nuestro terminal, salvo si es el del Fiscal General que es de dominio público, que hoy es el lugar donde reside nuestra intimidad, nuestro armario secreto, el rincón misterioso donde guardamos el tesoro que acrece nuestro narcisismo infinito, sin embargo, ese lugar secreto es un queso gruyere lleno de agujeros, de rendijas, de cristales transparentes que dejan a merced de los dueños nuestro interior, nuestra intimidad, nuestro derecho al honor, a ser libres. Hemos vendido nuestra alma al diablo y el diablo lo sabe, sabe qué nos gusta, qué nos disgusta y, sobre todo, sabe que hemos perdido por completo la conciencia de clase, esa que nos hacía luchar colectivamente por un mundo mejor para todos, incluso para aquellos que no luchaban y ponían piedras en el camino, que nos importan mucho más los aplausos a una selfi en un acantilado, mostrando nuestra fiesta o el menú que vamos a engullir que la matanza perpetrada contra los palestinos de Gaza o el lanzamiento del vecino. Lo saben y lo aprovechan porque por muy inilustrados que sean, que lo son, son conscientes de que por primera vez en la historia un grupo de niñatos dispone de datos individuales y colectivos pormenorizados de toda la población mundial, de las calles, de las casas, de los tejados, de los barrancos, de donde vamos, dónde y qué compramos, de nuestros vicios, odios, traiciones y querencias. Y saben además que estamos muy contentos, que hemos encontrado la felicidad y que apenas hay atisbos de respuesta a la dictadura global que están montando con nuestro consentimiento entusiasta.
El tecnofeudalismo es perfectamente consciente de que puede actuar a sus anchas sin encontrar obstáculos de mediano calibre
Cuando hablamos de conciencia de clase no lo hacemos siguiendo lo expuesto por Marx o Gramsci, pero sí partiendo de lo que ellos y otros muchos pensaron y escribieron. El capitalismo neocon y la libertad de acumular riquezas sin fin. Es la victoria del hombre primitivo, de aquel que mataba animales o acaparaba frutos con tal de que su vecino careciese de ellos y tuviese que someterse a él para poder vivir, es el regreso a las tinieblas donde ninguno de los grandes paradigmas democráticos a que hemos aspirado desde hace muchas décadas va a quedar en pie, ni la defensa de los Derechos Humanos más elementales violados constantemente en Estados Unidos y en otras democracias, ni el Derecho Internacional atropellado en las fronteras de la riqueza, en el río Grande, en el Mediterráneo, en el Canal de la Mancha, en Israel donde se asesina con total impunidad, ni los derechos sociales que obstaculizan el enriquecimiento sin límites de los brutos, ni la independencia del Poder Judicial que ya ha tomado partido en muchos países.
El tecnofeudalismo es perfectamente consciente de que puede actuar a sus anchas sin encontrar obstáculos de mediano calibre. El capitalismo jamás concedió derechos a los trabajadores ni a las mujeres ni a las minorías, todos le fueron arrancados a la fuerza por quienes unieron sus fuerzas para conseguirlo, arriesgando en ello no sólo su vida, sino también la de los suyos. Nunca se creó una policía ni un ejército ni una judicatura para ayudar a los más desfavorecidos a mejorar su situación, sino para reprimir sus protestas. Hoy, cuando la conciencia de clase, el sentimiento de estar en una posición distinta y opuesta a la de los más poderosos y, por tanto, desaprensivos y violentos no existe, sí existe la conciencia de clase de los niñatos de California, del sindicato de la acaparación, de momento sin ningún tipo de fisuras.