TRIBUNA SINDICAL

¿Son los sindicatos un lobby? No señora Nogueras, son democracia en acción

Los sindicatos no son un lobby. Son instituciones democráticas, representativas y esenciales para la justicia social.

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Las palabras importan. Y mucho más cuando se pronuncian desde la tribuna del Congreso de los Diputados. Este martes, la portavoz de Junts, Míriam Nogueras, utilizó el término «lobby» para referirse a los sindicatos españoles, CCOO y UGT, como parte de su crítica a la aprobación por el Gobierno de España de la jornada laboral semanal de 37 horas y media. Lo hizo con intención claramente peyorativa, descalificando la legitimidad del proceso negociador entre el Gobierno y las organizaciones sindicales. Pero más allá del gesto político, lo que refleja esa declaración es una profunda incomprensión —o una manipulación consciente— del papel que juegan los sindicatos en una democracia.



Un lobby, en sentido estricto, es un grupo de presión que representa intereses privados —generalmente empresariales o sectoriales— y cuya influencia política no suele estar respaldada por una base democrática. Por el contrario, los sindicatos son organizaciones sociales con historia, legitimidad jurídica y base afiliada. No representan intereses opacos, sino la voz de millones de personas trabajadoras. Negocian en nombre de ellas, defienden sus derechos y están sometidos a mecanismos democráticos internos y públicos: elecciones sindicales, asambleas, participación en el diálogo social, negociación colectiva y supervisión legal de sus recursos.

Equiparar sindicatos a lobbies es una manera sutil —o no tanto— de intentar desprestigiarlos. De intentar arrinconarlos al ámbito  de las sospechas, del intercambio de favores, de la opacidad. Nada más lejos de la realidad: la actuación sindical se da a plena luz, en mesas de diálogo y negociación abiertas, con objetivos claros y al servicio del interés general de la clase trabajadora.

Cuando una portavoz parlamentaria califica el resultado de una negociación entre Gobierno y sindicatos como una «cesión» a un lobby, lo que está diciendo, en el fondo, es que las conquistas sociales no son legítimas

Nogueras no se limitó a llamarlos lobby. Los llamó «sindicatos españoles«, como si eso invalidara su legitimidad en Catalunya. Es probable que con ello Junts exprese su frustración ante el fracaso histórico de lo que fueron, ya desde Convergència Democràtica, sus intentos de crear en Catalunya sindicatos amarillos y de obediencia independentista. Pero la realidad, por suerte para la clase trabajadora catalana, es que son CCOO y UGT —formando parte de confederaciones estatales junto al conjunto de trabajadores y trabajadoras de toda España— quienes tienen una implantación absolutamente mayoritaria en Catalunya.

Son los más votados en las elecciones sindicales catalanas: más de 24.000 delegados para CCOO (42%) y más de 21.000 (37 %) para UGT, elegidos por las personas trabajadoras en las empresas de Catalunya. Y también los que cuentan con mayor afiliación: unos 150.000 afiliados en CCOO y más de 120.000 en UGT. Son quienes tienen más presencia en los centros de trabajo, mayor capacidad negociadora, y quienes día a día defienden los derechos de la clase trabajadora catalana en los convenios colectivos, en las empresas y en los sectores.

Tildarlos de «españoles» en tono despectivo es un intento de borrar su arraigo catalán, de no entender que son catalanes y por ello españoles, de convertir en ajeno lo que es profundamente propio. No es la primera vez que desde Junts —y desde otras formaciones que se reclaman soberanistas y practican políticas neoliberales— se minusvalora la acción sindical. Lo preocupante es que lo hagan desde una lógica que encaja más con Thatcher que con Companys. El sindicalismo es condición imprescindible de cualquier proyecto de país que se base en la justicia social y en la participación democrática de la ciudadanía trabajadora.

Cuando una portavoz parlamentaria califica el resultado de una negociación entre Gobierno y sindicatos como una «cesión» a un lobby, lo que está diciendo, en el fondo, es que las conquistas sociales no son legítimas. Que la voluntad de millones de trabajadores, expresada mediante sus sindicatos, no merece respeto. Que el trabajo no debe estar en el centro de las políticas públicas.

A quienes aspiramos a una sociedad más libre, más justa y más igualitaria, no nos sobran los sindicatos. Nos sobran desprecios como el de la señora Nogueras.

Es comprensible que ciertos sectores políticos —sobre todo los que siempre han estado más cerca de las élites empresariales que del mundo del trabajo— vean con recelo a los sindicatos.  La función de estos es precisamente limitar el poder absoluto del capital, redistribuir la riqueza, proteger a los más vulnerables frente al abuso y poner condiciones a los mercados. Son un contrapeso, no un socio cómodo. Y por eso molestan.

Los sindicatos no son un lobby. Son instituciones democráticas, representativas y esenciales para la justicia social. Atacarlos con desdén y superficialidad no los debilita a ellos: empobrece el debate público, ofende a millones de personas trabajadoras y revela una peligrosa inclinación a despreciar cualquier forma de organización colectiva que no se subordine a los intereses partidistas. A quienes aspiramos a una sociedad más libre, más justa y más igualitaria, no nos sobran los sindicatos. Nos sobran desprecios como el de la señora Nogueras.