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jueves. 29.05.2025

La clase obrera no va al paraíso

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Durante la década de los setenta, cuando todavía existía en Italia una fuerte conciencia de clase y el Partido Comunista de Berlinguer rozaba el poder elección tras elección, sin llegar a tocarlo por el veto norteamericano, se hizo un cine político y social de enorme calidad. Una de las películas de aquellos años que más me marcó fue La clase obrera va al paraíso, donde Elio Petri narra la vida y los problemas de un obrero de una gran fábrica. Contradicciones, espíritu de lucha, esperanzas marcan una cinta que merece la pena volver a ver porque, entre otras cosas, pone de manifiesto el enorme deterioro del sentimiento de pertenencia a esa clase social que siempre fue motor de los cambios más beneficiosos para todos.

La clase obrera nunca fue al paraíso, sólo buscó a lo largo de un siglo los caminos para salir de la esclavitud y la explotación

La clase obrera no va al paraíso, nunca fue, sólo buscó a lo largo de un siglo los caminos para salir de la esclavitud y la explotación, el modo de vivir de una manera digna que permitiese a sus hijos un futuro más justo y feliz. Hoy, mientras ese sentimiento de pertenencia se ha diluido porque los trabajadores fabriles que quedan tienen miedo a que se lleven la empresa a otro país, porque las empresas han externalizado muchos de sus sectores, porque se han sustituido obreros por autónomos, porque no hay roce físico y se han impuesto los métodos yanquis que intentan separar al trabajador de sus compañeros mediante la delación, el premio a la docilidad o el descrédito de los sindicatos, la otra clase, la de los ricos y aspirantes -que en muchos casos no son más que trabajadores que se avergüenzan de serlo y prefieren ser llamados empleados o clase media-, se siente más unida que nunca, orgullosa y satisfecha de haber acabado con su eterno enemigo, ese que hacía huelgas sin servicios mínimos jugándose el tipo, que se manifestaba por los derechos de todos, que se enfrentaba a la policía y a los jueces -siempre obedientes a la voz del amo- sin tener en cuenta los riesgos en que incurría, muchas veces perder la propia vida.

No se puede entender lo que está pasando a nuestro alrededor, el ascenso de la ultraderecha en todo el planeta, la llegada al poder de psicópatas que predican la destrucción del estado del bienestar allá dónde exista, la privatización de los servicios y las empresas públicas que sufrimos desde que Reagan y Thatcher a finales de los setenta, el culto al más rico, el desprecio al saber o la involución ideológica de los más pobres sin tener en cuenta la acomodación de la socialdemocracia a las pautas marcadas por el capitalismo sin el menor rubor y, sobre todo, la pérdida del sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora por los propios trabajadores, es decir la sustitución del orgullo de clase por la aspiración individualista al ascenso social sin tener en cuenta lo que suceda al resto de compañeros, incluso sobre su perjuicio, causándoles el daño que sea menester.

A finales del siglo XIX y primeros del XX, el incipiente movimiento obrero se fue armando en las grandes fábricas donde miles de obreros se apiñaban y vivían en condiciones miserables

Durante los últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, el incipiente movimiento obrero se fue armando en las grandes fábricas donde miles de obreros procedentes de las zonas rurales se apiñaban y vivían en condiciones miserables. No se puede afirmar que aquellas personas careciesen de miedo, antes al contrario, su origen rural, el control que sobre su pensamiento y su vida había ejercido la Iglesia, las iglesias, la represión salvaje que habían vivido, hacía de ellos gentes temerosas de Dios y del patrón, del orden establecido. Tuvieron que pasar años, mucha miseria y la muerte de compañeros para que los mensajes liberadores calaran entre ellos, para que fuesen conscientes de que la única forma de salir de la calamidad era la unión, actuar todos como un solo hombre, dar una única respuesta al dueño de los medios de producción aún a sabiendas de que las represalias serían terribles. Fue así como los trabajadores pasaron de la esclavitud a la libertad, del individualismo que les oprimía a la fraternidad que les enaltecía y hacía que generación tras generación sus condiciones de vida fuesen mejorando. El triunfo de la Revolución Rusa contribuiría tanto a reforzar ese sentimiento, esa percepción, como a hacer ver a los dueños de todo que era necesario ceder a las justas reclamaciones de los trabajadores, no sin antes colaborar en la instauración del fascismo en media Europa para impedir el avance de la justicia social, de los derechos humanos y consolidar los privilegios de la oligarquía tradicional e industrial.

El declive del movimiento obrero, su atomización, fue el pistoletazo de salida que el neoliberalismo esperaba para recuperar el terreno que le había sido arrebatado

En teoría, el fascismo murió en 1945 salvo en España, donde continuó vivo por decisión de Estados Unidos hasta que Franco murió y nos diseñaron una democracia en la que no se podía tocar nada del pasado, ni siquiera juzgar a los asesinos, aunque fuese testimonialmente, ni siquiera enterrar a los muertos como Dios manda. Sin embargo, el fascismo no estaba muerto, estaba en el congelador, guardando todas sus propiedades como dicen conservan los pescados y las carnes. El declive del movimiento obrero, la atomización de la clase obrera, la desaparición del espíritu reivindicativo y luchador que la había caracterizado durante décadas, fue el pistoletazo de salida que el neoliberalismo esperaba para recuperar el terreno que le había sido arrebatado. Salieron del congelador conservando todo su poder económico, miraron a un lado y otro de la calle, y no vieron a nadie. Avanzaron, fueron reconquistando parcelas, regresando a los métodos y modos del siglo XIX, y tampoco vieron a nadie. Unos chicos valerosos, inteligentes y desaprensivos, en un rincón de California, parieron las nuevas tecnologías digitales. Dejamos de gritar “yankee go home”, para imitar todo lo que ellos hacían, en casa, en el trabajo, en la Universidad, en la Sanidad, incluso en el idioma, ya que el nuestro, los nuestros, se habían quedado viejos, obsoletos, y no servían para interrelacionarse en el mundo nuevo que nos devuelve al orden más viejo que nunca haya existido: el feudalismo tecnológico, un orden en el que no más de mil o dos mil personas actuarán de señores indiscutibles del planeta a los que se debe obediencia ciega y hay que entregar toda la riqueza, otros de caballeros que se encargarán de mantener ese orden y de beneficiarse de él y una inmensa masa alienada contenta de tener un celular que le ofrece una vida virtual abiertamente opuesta a su vida real, a sus intereses, a sus sueños y que, manipulada ideológicamente hasta el infinito por los algoritmos, piensa que sus enemigos son los mismos que los de los poderosos, algo así como aquello que decía Malcolm X: Una población tan confundida que llegará a amar al opresor y a despreciar al oprimido.

La clase obrera no va al paraíso