<img height="1" width="1" style="display:none" src="https://www.facebook.com/tr?id=621166132074194&amp;ev=PageView&amp;noscript=1">
miércoles. 28.05.2025
TRIBUNA

¡Esto es intolerable!

Vivimos atrapados en la ficción de que todo lo complejo debería ser tan sencillo como apretar un botón. Que todo lo imprevisible, en el fondo, debería haberse previsto.
transportes apagon

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

Debo decir que lo que más tiempo me ha costado para redactar estas líneas ha sido encontrar el título. Un título que encabezara y condensara la idea que quiero expresar, pero que tuviera también el suficiente gancho para invitar a leer. Se me ocurrieron varios: La sociedad no quiere crecer”, Adultos por fuera, adolescentes por dentro”, Inmadurez colectiva: un problema de nuestro tiempo”. Incluso otros más desenfadados: “¿Dónde está mi tren, mi wifi y mi Estado niñera?” o Queremos soluciones ya, gratis y sin esfuerzo. Gracias”.

Pero al final me decidí por una exclamación: “¡Esto es intolerable!”. Una expresión común, que se oye cada vez que sufrimos un contratiempo —sobre todo si se trata de un servicio público. Porque creo que nos hemos acostumbrado a vivir como si el mundo fuera un servicio de atención al cliente disponible 24 horas al día, 7 días a la semana. Una avería en el tren, una nevada que corta las carreteras, un retraso de quince minutos en la consulta del ambulatorio o una caída puntual de internet bastan para que salten las alarmas. En cuestión de minutos, la indignación se desata: exigimos soluciones inmediatas. Hemos perdido el hábito de esperar, de entender, de asumir que el mundo, simplemente, no siempre funciona a la perfección.

Me hizo reflexionar un tuit de mi amigo Joan Coscubiela, que decía:

Las voces que insisten en lo incomprensible que resulta que aún no tengamos evidencias de las causas del apagón se construyen sobre dos espejismos sociales: el de la omnipotencia humana y la infalibilidad tecnológica. Con algo menos de papanatismo tecnológico igual lo entenderíamos.

Porque sí, algo se ha roto. Pero no es solo un cable de cobre: es nuestra relación con la realidad. Hemos asumido que cualquier fallo en el engranaje del mundo —por pequeño que sea— debe tener una causa identificable de inmediato, una solución rápida y, a poder ser, alguien a quien culpar. Y si no lo encontramos en diez minutos, el grito se alza: “¡Esto es intolerable!”

La incomodidad no solo es intolerable, sino que se vive como una injusticia moral. Como si fuera inconcebible que, en pleno 2025, algo pudiera fallar. La idea de que el mundo no es completamente previsible se ha vuelto inaceptable.

Vivimos atrapados en la ficción de que todo lo complejo debería ser tan sencillo como apretar un botón. Que todo lo imprevisible, en el fondo, debería haberse previsto.

Pero el mundo no es una app. Y la vida, aunque nos cueste recordarlo, no es una línea recta. Hay accidentes, errores, fenómenos naturales, fallos humanos, técnicos y materiales. Y también hay límites: de tiempo, de conocimiento, de capacidad. Todo eso forma parte del contrato no escrito de estar vivos. Nos han enseñado a esperar respuestas automáticas y soluciones totales, como si todo el universo fuera una extensión del servicio técnico.

Este pensamiento mágico no es fruto del azar. Forma parte de un clima social cada vez más infantilizado, en el que evitamos con esmero cualquier o con la frustración, la espera o la incertidumbre. No queremos comprender cómo funcionan las cosas, solo queremos que funcionen. Y si no lo hacen, que alguien venga corriendo a arreglarlo. Ya. Gratis. Y con disculpas.

Quizá una sociedad verdaderamente adulta no sea aquella donde todo funciona a la perfección, sino aquella donde las personas saben qué hacer cuando las cosas fallan

Esta actitud impregna no solo la vida cotidiana, sino también la esfera pública. El discurso político se adapta a esta demanda de inmediatez y simplicidad: se promete lo imposible, se evita lo complejo, se reparte culpa pero no responsabilidad. En lugar de ciudadanos adultos, tenemos consumidores de promesas. Y muchos dirigentes ya no apelan al compromiso o al esfuerzo, sino que compiten por ofrecernos la solución más fácil y rápida, sin pedirnos nada a cambio. Populismo, sí. Pero, sobre todo, populismo en clave infantil.

Quizá una sociedad verdaderamente adulta no sea aquella donde todo funciona a la perfección, sino aquella donde las personas saben qué hacer cuando las cosas fallan. Donde no se espera un rescate inmediato —cuando a veces puede ser técnicamente imposible—, sino que se actúa con responsabilidad y sentido común. Donde no se convierte cada fallo técnico en una tragedia, ni cada incomodidad en una agresión.

Recuperar esa adultez no significa resignarse al mal servicio ni justificar lo que está mal, ni mucho menos. Significa reconocer que el mundo es imperfecto y que parte de nuestra dignidad consiste en no huir de esa imperfección, sino en actuar con madurez para mejorarla.

¡Esto es intolerable!