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viernes. 30.05.2025

La idolatría de las apariencias y el culto a la mendacidad sensacionalista

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Mentir está de moda, porque las mentiras tienen su recompensa. La hipocresía versallesca y los embustes diplomáticos han existido siempre, pero se restringían a ciertos ámbitos donde se contaba con ello. En otros tenían sus contrapesos. El honor aristocrático impedía no cumplir la palabra dada y también era moneda usual entre la gente común. Los credos religiosos penalizaban la mentira con castigos atroces, aunque al mismo tiempo hacían mentir a los incrédulos para salvar sus almas. Para Kant mentir suponía un atentado contra la confianza contractual y su generalización era ineficaz al hacer que nadie se creyese nada.

Ahora los bulos de una contumaz desinformación sepultan con increíbles mentiras las evidencias

El problema es que ahora los bulos de una contumaz desinformación sepultan con increíbles mentiras las evidencias. Rescatar lo veraz requiere un esfuerzo titánico que topa contra una robusta incredulidad. Se da crédito a las mentiras aunque se contradigan entre sí y lo cierto no sabe abrirse paso entre tanta mendacidad normalizada. Las hipótesis más descabelladas proliferan por el impacto de su sensacionalismo e impiden atender los matices que adornan a cualquier acontecimiento fidedigno. Los hechos mondos y lirondos acostumbran a ser más aburridos. No tienen el poderoso sabor del escándalo y resultan sosos para el paladar comunicativo.

Es una batalla desigual y pérdida de antemano. La desinformación de los hechos alternativos y las posverdades logran articular una realidad alternativa. El mal uso de las nuevas tecnologías comunicativas hacen que los bulos corran como la pólvora y las calumnias van dejando una huella muy difícil de borrar. Esto hace primar una irresponsabilidad y una desconfianza que socavan las reglas de nuestra convivencia.

Rendimos un culto exacerbado a las engañosas apariencias y a los infundíos, como si no fuéramos capaces de soportar la luz que hace resplandecer las verdades y los datos fidedignos a la realidad. Nos identificamos con los habitantes de la caverna del mito platónico, incapaces de creer a quienes les relataban lo que pasaba en el exterior. Nuestra devoción por las pantallas y el déficit de atención que provocan son claves para este síndrome “cavernícola”. Necesitamos grandes dosis de responsabilidad y transparencia, pero sobre todo hay que reivindicar el espíritu crítico, porque sin él no hay forma de acostumbrarse a pensar por cuenta propia y tener un criterio propio, al margen del paternalismo impuestos por las tutelas de turno.

La idolatría de las apariencias y el culto a la mendacidad sensacionalista