
Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

En plena posguerra española, cuando las aulas estaban llenas de frío, silencio y repeticiones mecánicas, una mujer en Galicia imaginó otra escuela posible. Una escuela con luz, movimiento, sonidos, conocimiento interactivo y aprendizaje autónomo. Se llamaba Ángela Ruiz Robles y, en 1949, patentó lo que hoy llamaríamos el primer libro electrónico del mundo.
Nacida en 1895 en Villamanín (León), Ángela estudió Magisterio en León y comenzó dando clases de taquigrafía, mecanografía y contabilidad mercantil. En 1928 se trasladó a Ferrol, donde desarrollaría casi toda su carrera. En 1934 fue nombrada directora de la Escuela Nacional de Niñas en el Hospicio de Ferrol, un centro que buscaba la integración social de menores abandonadas mediante la instrucción, la música y la formación profesional. Ese mismo año, la Comisión Depuradora del Magisterio la investigó por contribuir con una pequeña ayuda económica a las familias de maestros presos tras la Revolución de Asturias. Era una mujer profundamente religiosa, pero también libre, generosa y con principios propios.
Ángela no solo enseñaba, también creaba. Entre 1938 y 1970 publicó dieciséis libros de texto de diversas materias: ortografía, historia, geografía, gramática, mecanografía, taquigrafía. En algunos de ellos propuso sistemas de escritura taquigráfica innovadores, más rápidos y eficientes. Pero su invención más revolucionaria llegaría en 1949: el libro mecánico.
Registrado con la patente nº 190.968 como “procedimiento mecánico, eléctrico y a presión de aire para lectura de libros”, este dispositivo buscaba renovar la enseñanza con un sistema interactivo y adaptable. Consistía en un aparato con placas intercambiables, que mediante botones se elevaban y mostraban los contenidos en una pantalla de plexiglás con aumento. Incorporaba además elementos de luz, sonido y ampliación de texto. Su objetivo era facilitar el aprendizaje con menos esfuerzo, adaptar la lectura al progreso tecnológico y reducir el peso de las mochilas escolares.
Ruiz Robles construyó el prototipo con sus propias manos, lo presentó en ferias, escribió artículos, buscó apoyo institucional y empresarial. Pero no encontró aliados. No era hombre. No era ingeniera. No era extranjera. Y sobre todo, no se le concedía a una mujer, maestra y gallega, el papel de visionaria tecnológica. Su invento fue ignorado, tachado de fantasioso o innecesario, y archivado en silencio como tantas otras aportaciones femeninas a la ciencia y la tecnología.
Ella misma lo explicó con claridad: “Los libros mecánicos proporcionan muchísimas ventajas. El mío ha sido ideado para todos los idiomas y facilita grandemente el trabajo a profesores y alumnos. Responde al progreso del vivir actual y cumple las leyes de enseñanza general. (…) Es atractiva y práctica. Se trata de una pedagogía ultramoderna. Auxilia a la ciencia de la Enseñanza y creo que cumple los fines que me he puesto al idearlo.”
El caso de Ángela Ruiz Robles ilustra con claridad el efecto Matilda: cuando las mujeres producen conocimiento innovador y valioso, la historia tiende a ocultarlo, atribuirlo a otros o considerarlo menor. Mientras Silicon Valley celebraba décadas después la llegada del libro electrónico, en una escuela de Ferrol una mujer lo había anticipado con un ingenio brillante y funcional.
Lejos de rendirse, siguió trabajando. Escribía, daba clases, proponía reformas. Era una educadora vocacional que creía que enseñar también era imaginar. Su capacidad creativa y su compromiso con los alumnos no bastaron para romper el muro institucional y cultural que impedía reconocerla como inventora. Murió en 1975, el año en que empezaba la transición política en España. Otra transición, la tecnológica, ya estaba en marcha. Pero sin ella.
Décadas más tarde, su legado comienza a recibir el reconocimiento que merece. Su prototipo se conserva en el Museo Pedagóxico de Galicia (MUPEGA). En Ferrol se le ha dedicado una calle y una estatua. Su figura ha sido objeto de documentales, libros y exposiciones sobre mujeres pioneras. En 2016 fue finalista en la votación popular para dar nombre al aeropuerto de Madrid-Barajas. También ha sido incorporada a enciclopedias, manuales escolares y estudios sobre innovación educativa. Pero el reconocimiento llega tarde, como casi siempre en estos casos.
Ángela Ruiz Robles demuestra que la innovación no solo nace en laboratorios de élite, sino también en aulas modestas, entre tizas, cuadernos y sueños. Que muchas veces quienes anticipan el futuro no tienen al poder para realizarlo. Y que la historia, cuando ignora a estas figuras, no solo es injusta, sino que pierde valiosas oportunidades de transformación.
Por eso, hoy la reivindicamos no solo como inventora del libro electrónico, sino como símbolo de tantas mujeres silenciadas por el sistema científico y educativo. Como referente para las generaciones futuras que sueñan, crean e insisten, aunque nadie les dé permiso. Porque el efecto Matilda no es una anécdota, sino una injusticia sistémica que aún estamos a tiempo de corregir.