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“Creemos que ocupan posiciones tan relevantes de poder porque
son muy inteligentes. En realidad, nos parecen muy inteligentes
tan sólo porque tienen un poder inmenso”.
Antonio Muñoz Molina
Decía George Orwell, el crítico literario, novelista y uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados de las décadas de 1930 y de 1940 que “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades y que sea respetable el crimen”. Hace tan solo unos días nos hubiera parecido inimaginable lo que vimos y escuchamos en la Casa Blanca: un escenario vergonzante para el recuerdo y la reflexión, en ese “reality trumpiano”, en medio de un grupo de espectadores en directo y de muchos millones de telespectadores a través de la televisión, en el que se dinamitaron todos los principios de la diplomacia: la encerrona y la humillación de Trump y sus secuaces al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Tras haberlo acusado previamente de dictador y de ser el responsable de la guerra con Rusia, Trump le ofreció un único acuerdo posible: la rendición. Una ruptura humillante, sin respeto, sin educación y con maneras propias de un político ruin y sin ética.
En ese 'reality trumpiano', que fue el encuentro entre Trump y Zelenski, se dinamitaron todos los principios de la diplomacia
La patológica personalidad de este personaje bien la describe su biográfica película presentada a los Oscars 2024, titulada: “The Apprentice. La historia de Trump”, dirigida por Ali Abbasi; examina la carrera de Trump como empresario inmobiliario en la ciudad de Nueva York en las décadas de 1970 y 1980, incluida su relación con el abogado Roy Cohn. Presenta, sobre todo, en la segunda parte de la misma, a un joven Donald Trump como un personaje que puede llegar a convertirse con la personalidad codiciosa y ambiciosa y los antecedentes adecuados en el despreciable personaje que hoy es. La película narra la relación forjada entre un antiguo tiburón, el poderoso abogado Roy Cohn, junto a un tiburón aún mayor, el joven empresario y futuro presidente de los EE.UU. Donald Trump. Un joven Trump ansioso por hacerse un nombre famoso cae bajo el hechizo de Roy Cohn, un despiadado abogado que ayuda a crear al Trump que hoy conocemos y cuya codicia y ambición le han llevado por segunda vez a la Casa Blanca.
Cohn ve en Trump al protegido perfecto: alguien con una ambición desmedida, sed de éxito y dispuesto a hacer lo que sea necesario para ganar. El filme tiene suficientes atractivos políticos, sociales y dramáticos como para no dejar escapar la oportunidad de definir la forja de un hombre que no deja de arrastrar tras él una legión de fanáticos. Cohn le enseña a Trump sobre todo cómo relacionarse con los medios y le ofrece sus “tres reglas” para el éxito: “atacar siempre, estar dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ganar y proclamar siempre la victoria, incluso si es derrotado”. Reglas que hace suyas, traicionando y humillando finalmente al propio Roy Cohn, al que llega a despreciar cuando muere de sida. La demoledora película describe a Trump como un ser ruin e insensible; en ella reflexiona sobre su superioridad genética de ganador, se explaya sobre su propia grandeza y aviva su imaginación como el viento en un incendio, soñando cómo convertirse en presidente de los EE.UU.
Este escenario de pesadilla de 'un futuro dorado' ha convencido a Trump de que tiene la misión de salvar a los EEUU en un nuevo orden internacional: esa es la loca esencia de su plan
Este dictador con cara de calabaza, que desde su narcisismo ama la adulación, que se cree perfecto tal como es, que no acepta la colaboración sino el vasallaje, que no aguanta que ataquen su “patológico ego expansionista”, que se ha presentado como un elegido divino dispuesto a rescatar al país, repitiendo permanentemente el lema oficial de sus campañas desde junio de 2015: “Make America Great Again” (“Haremos que América vuelva a ser grande, mejor y más fuerte y acabar con su decadencia”), con un programa duro de medidas energéticas, contra la migración y la diversidad, su fijación arancelaria para romper el declive estadounidense debido a que –como escribe el exministro de Finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis– Trump cree que “los Estados Unidos han sido un buen samaritano y sus trabajadores y su clase media han sufrido para que el resto del mundo haya podido crecer a su costa”. De ahí que esté proclamando de continuo que con él “se inicia una edad de oro”, debido a una amplia agenda de medidas ejecutivas que a diario firma y que darán inicio a su prometida transformación del gobierno federal y del orden mundial. Este escenario de pesadilla de “un futuro dorado” ha convencido a Trump de que tiene la misión de salvar a los Estados Unidos, que tiene el deber de marcar el comienzo de un nuevo orden internacional: esa es la loca esencia de su plan. De ahí que, escuchando a diario a Trump y a los que le acompañan en su personal gobierno, se cumple lo que ya dijo Montaigne: “Nadie está libre de decir y hacer estupideces, el problema es decidirlas con énfasis y soberbia”.
Con Trump hemos entrado en un estado vacío en el que se ha instalado el caos. Porque, cuál es su forma de actuar: su constante modus operandi es intimidar, asustar, humillar, amenazar como táctica de negociación, mentir... La está usando con México, con Canadá, con Panamá y por supuesto con Ucrania. Le sigue el turno a la Unión Europea. Si Europa no se prepara para lo peor y si no permanece unida para no dejarse amedrentar por quien se cree que puede dar órdenes al mundo entero, la última fortaleza de los ideales democráticos y liberales de Occidente (la UE) podría caer en manos de Trump o de su aliado Putin, o aún peor, de los dos al mismo tiempo.
Es necesario oponerse con entereza y serenidad a la peor amenaza que ha habido contra los valores esenciales de nuestra cultura europea
El historiador romano Tácito repetía que lo que se considera hoy nuevo puede devenir mañana en una ruina que lleva la destrucción en su mismo origen: la historia, a veces, se deshace y se devora a sí misma. Y esa posible ruina la encarna en este momento quien se considera “el salvador del mundo”: Donald Trump. Es necesario oponerse con entereza y serenidad a la peor amenaza que ha habido contra los valores esenciales de nuestra cultura europea. Trump es uno de esos políticos que en circunstancias complejas, imbuidos y emborrachados de poder, consideran que él y los suyos, hagan lo que hagan, decidan lo que decidan, siempre serán aplaudidos; llevan la impostura hasta el paroxismo; encubren sus sentimientos e intereses y los revisten cínicamente con el manto de una preocupación social por los demás; conocen las ventajas que les reporta su liderazgo institucional en los momentos del desastre mientras los focos les iluminan; mas, cuando éstos se apagan, las promesas hechas y las palabras dadas se las lleva el viento y el tiempo. Y lo peor que sucede en política es que el fanatismo considera “bueno lo que hacen los míos y malo si lo hacen los otros”.
Afirmaba Platón, anticipándose al “síndrome del impostor”, o temor a que se descubra que se vale mucho menos de lo que todo el mundo pensaba, que “la obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo”. Pero la defensa ciega de los seguidores de Trump es precisamente el caldo de cultivo de su corrupción política y de sus mentiras institucionalizadas. Alguien que fabrica una mentira es siempre más fiel a ella que quienes contraponen la verdad y tienen que resignarse a no ser creídos. Y es difícil seguir el rastro de las mentiras especialmente cuando las responsabilidades políticas se pueden convertir en responsabilidades judiciales. Cuando en medio de las crisis no se vislumbra futuro, cuando las instituciones están desprestigiadas por la corrupción y la impunidad, cuando los valores básicos de la convivencia en sociedad no funcionan, una gran parte de los ciudadanos apenas es capaz de distinguir la verdad de la mentira, se contenta con argumentos débiles o se le engaña con promesas fáciles y falacias.
La defensa ciega de los seguidores de Trump es precisamente el caldo de cultivo de su corrupción política y de sus mentiras institucionalizadas
Edward Bernays, publicista e inventor de la teoría de las relaciones públicas, en su obra Propaganda, sostiene que, con reservas, cualquier sociedad, también la democrática, requiere ser guiada. La comunicación de masas con fines persuasivos juega un papel importante en la historia de la humanidad y se la utiliza, siempre ha sido así, con el objetivo de transmitir ideologías o creencias (políticas, filosóficas, sociales o religiosas). Sus derivas negativas son, entre otras, “la manipulación” y “la propaganda”, dado que en la comunicación de masas el ciudadano obtiene un enorme potencial de construcción de certezas a las que asirse para caminar en un mundo complejo que no es fácil comprender e interpretar. Cuanto mayor es el grado de conocimientos, tecnología, civilización y cultura alcanzados por la sociedad, más claramente se percibe la extraordinaria complejidad de la vida y la necesidad imperiosa de simplificar el mundo. La libertad y el conocimiento nos enfrentan a una enorme e insoportable cantidad de decisiones e interrogantes que nos superan y, conscientemente o no, permitimos que otros decidan por nosotros. Aceptar la complejidad es el precio que pagamos por nuestra libertad, aunque en ello dejemos abiertas grietas a la manipulación.
Con estas premisas -concluía Bernays-, la propaganda y la manipulación de las ideas, opiniones y conductas de las masas son un elemento importante a considerar en las sociedades democráticas. Quienes más pueden manipular este mecanismo oculto son los que constituyen el gobierno invisible y económico que detenta el poder real y que rige el destino de las sociedades y sus ciudadanos. Quienes gobiernan pretenden moldear nuestras mentes, definir nuestros gustos o conducir nuestras ideas y conductas; son, en gran medida, quienes condicionan nuestras vidas; personas de las que es posible que nunca hayamos oído hablar y que ni siquiera conozcamos: es el resultado lógico de cómo están organizadas hoy las sociedades democráticas. De hecho, la invasión de propaganda que sufrimos y sus mensajes tienen como objetivo principal influir en nuestro sistema de valores y conducta. Buscan, no la verdad, sino convencer; inclinar la opinión, no informar; apelar más a los sentimientos y emociones que a la razón.
Analizando la realidad actual que invade a toda la política mundial, la pregunta que nos hacemos es obligada: ¿Es la política la que gobierna o son ciertas instituciones económicas en la sombra las que están dirigiendo el mundo? ¿Puede ser “un futuro dorado” el que esté gobernado por un hombre despreciable en tantos aspectos y que diga lo que diga y firme lo que firme pueda arrastrar una legión de fanáticos capaces de hacer cualquier cosa por él? Entre otras, haberlo convertirlo por segunda vez en el mandatario del país más influyente del mundo.
Habitar en un mundo lleno de personas oportunistas y deshonestas hace que los honestos y sinceros se vean como los equivocados, los perdedores, los “tontos”
Las personas inteligentes nos enseñan que las cosas, en política y en la vida, no son siempre tan evidentes como creemos; la realidad es siempre más compleja de lo que parece. Hay quien intenta imponerlas a través de la manipulación; saben utilizar las medias verdades, los significantes vacíos, la posverdad y los artilugios del lenguaje. Para entender la realidad, sin dejarnos llevar por espejismos, es necesario utilizar la inteligencia lateral, saber descifrar, en cada hecho, confesión o promesas de los políticos, lo que sus palabras esconden de verdad o de mentira. El lenguaje no es inocente, las palabras crean e inventan realidades que son ficciones; y el que tiene don de palabra, el que utiliza la rápida verborrea, tiene la capacidad de seducir a los ingenuos con sus comentarios y opiniones sesgados. Aunque en principio no tengamos o no sepamos cuál es la solución a los problemas, sea cual sea ésta, no debemos dejarnos engañar por los artilugios de su lenguaje y retórica; no es bueno ser desconfiado, pero sí analistas críticos. Habitar en un mundo lleno de personas oportunistas y deshonestas hace que los honestos y sinceros se vean como los equivocados, los perdedores, los “tontos”.
Entre los mitos más machaconamente difundidos en nuestros días se encuentra el que estamos en una sociedad libre y democrática. Pero si analizamos bien la realidad en la que vivimos, tomamos consciencia de que la libertad y la democracia son estados que hay que conquistar y ampliar cada día, paso a paso, pues son muchas las barreras que aún las obstaculizan y no pocos los riesgos de ir perdiéndolas. En el siglo XXI, era de las tecnologías digitales, el capitalismo, sistema sobre el que se sustenta la mayoría de las democracias occidentales, está más presente que nunca al convertirse en un sistema global generando grados extraordinarios de desigualdad; y tenemos bien probado que la democracia muere y la libertad se esfuma cuando aumenta la desigualdad. Bien lo analizó uno de los últimos estudios e informes de Intermón Oxfam titulado: “La riqueza: tenerlo todo y querer más”. Su lectura nos descubre que la riqueza mundial se está concentrando cada vez más en manos de una pequeña élite, sin que los políticos sepan o quieran poner freno a tamaña injusticia. Resulta vergonzoso que para defender los intereses de una minoría se pisoteen los derechos de una mayoría (desahucios, pobreza infantil, negación sanitaria básica a inmigrantes, etc.,). En estos tiempos de las redes sociales y los múltiples medios de comunicación, sin tamices ni descaro para la mentira, la inmensa mayoría de nuestros conocimientos y experiencias son mediados, es decir, han pasado por una o varias manos antes de llegar a nosotros, ignorando si están cargados de verdad o entran en el saco de los “bulos”. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Hoy día, el deber primero y quizá único del filósofo es defender al hombre contra sí mismo: defender al hombre contra esa extraordinaria tentación hacia la inhumanidad a que tantos seres humanos han cedido casi sin darse cuenta de ello.
Si Europa no le pone pie en pared, con Trump, el futuro no será dorado sino de “oropel”
Recuerdo las palabras del Cardenal Tarancón que en la homilía de la Coronación le dirigió al rey Juan Carlos: “Majestad, ¡no dejéis que la adulación entre en vuestra casa!”. Hoy en la Casa Blanca no existe “ningún Tarancón”, pues si algo ha entrado en exceso en el Despacho Oval es la adulación a todo lo que hace y dice Trump.
Es célebre el microrrelato del guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Sería tremendo que, debida a nuestra pasividad europea ante el dinosaurio de Trump, como dibujó El Roto en uno de sus cómics o ensayo filosófico que tengamos que constatar que: “Cuando despertemos, la democracia ya no estará aquí…”, pues, si Europa no le pone pie en pared, con Trump, el futuro no será dorado sino de “oropel”.