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En su obra La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX (2012), señaló Enzo Traverso que «el siglo XXI se abre bajo el signo de un eclipse de las utopías» (una sociedad perfecta y justa, sin conflictos y en armonía), pues mientras que el siglo XIX fue definido en sus inicios por la revolución sa de 1789, que abrió caminos de esperanza para la libertad, la igualdad y la fraternidad, y el siglo XX por la gran guerra que comenzó en 1914 y la revolución rusa de 1917, que marcaron el derrumbe del «orden» europeo, y definían un nuevo símbolo esperanzador de unas relaciones sociales capaces de superar la explotación y la subalternidad, mediante la instauración del comunismo.
El último esfuerzo por describir una utopía fue el neoliberalismo y el fin de la historia, que traería una sociedad libre y de mercado, el estado supremo de la condición humana, y que, sin embargo, ha entrado en descomposición
Pero todo ello decayó; luego de su ascenso y apogeo vino el fracaso, la derrota, la desilusión. Pues las ilusiones que despertaron los procesos revolucionarios se estrellaron con el derrumbe del llamado «sistema socialista» y con la caída del muro de Berlín en 1989 (año en que se inicia el siglo XXI, según Eric Hobsbawm). El año 1989 marca el derrumbe de la utopía socialista. Pareciera que «estamos condenados a vivir el mundo en que vivimos», que el capitalismo no tiene alternativas y que el futuro carece de esperanzas, sin utopías.
En el siglo XXI no se vislumbra ninguna utopía en el horizonte. El último esfuerzo por describir una utopía fue el neoliberalismo y el fin de la historia, que traería una sociedad libre y de mercado, el estado supremo de la condición humana, y que, sin embargo, ha entrado en descomposición: refugiados, desaparecidos, exclusión, desigualdad, pobreza, guerras, terrorismo, crisis medioambiental, pandemias, neofascismos ... Luigi Ferrajoli en su libro de 2022 Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada, habla de 5 emergencias globales: las catástrofes ecológicas; las guerras nucleares y la carrera armamentística; el asalto a las libertades fundamentales y de los derechos sociales, el hambre y las enfermedades no tratadas, aunque curables; la explotación ilimitada del trabajo; y las emigraciones masivas. Todo ello se asemeja más a una distopía. Las distopías son anti utopías, según la RAE: Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
Quien mejor ha reflejado las distopías es el cine futurista. El cine, como el gran arte del siglo XX y XXI, supo predecir y sintetizar los grandes temores y la visión pesimista sobre el futuro de la humanidad y ha logrado crear unas visiones dramáticas sobre el posible destino de la civilización. Visiones algunas, que se han cumplido.
La primera obra maestra del cine futurista es Metrópolis (Fritz Lang, 1927, Alemania), que denuncia el futuro de la explotación de los obreros y la creciente diferencia entre los pocos que poseen todo y los muchos que nada tienen y son esclavos de un mecanicismo deshumanizador. Aquí aparece, por primera vez, la idea del robot como modelo de futuro, que amenaza el destino del hombre.
Quien mejor ha reflejado las distopías es el cine futurista. El cine, como el gran arte del siglo XX y XXI, supo predecir y sintetizar los grandes temores y la visión pesimista sobre el futuro de la humanidad
En 2011 se estrenó Contagio de Steven Soderbergh, una película que estuvo de plena actualidad por el coronavirus. Y es que, en el film, un simple resfriado que surge a través del o con una persona, que había regresado recientemente de Hong Kong, provoca una terrible epidemia que causa el caos en el mundo entero, mientras que las autoridades sanitarias luchan para frenar el virus. En la escena final, el origen del virus es revelado a los espectadores. Un bulldozer que trabaja para una compañía derriba unas palmeras, asustando a algunos murciélagos. Uno de ellos llega a un banano donde agarra un trozo de banana y al sobrevolar una porqueriza se le cae un trozo, que es comido por un lechón. Unos transportistas chinos llevan los lechones a un casino de Hong Kong. Un cocinero es llamado mientras prepara el lechón y tras limpiarse las manos en su delantal da un apretón de manos a una clienta, contagiándola del virus, que la convierte en el paciente cero de la pandemia.
Del director finlandés Timo Vuorensola es la película Cielo de Hierro (Iron Sky) de 2012. Cuenta la historia de unos nazis que, tras la derrota de 1945, huyeron a la Luna y allí crearon una flota espacial con la que consideraban ser capaces de regresar a la Tierra y conquistarla en 2018. Al principio, justo antes de la “Solución Final”, llegan a la Tierra dos nazis para ver si ya está todo preparado. Pero nadie les cree. Hasta el día en que su enorme potencial es descubierto por el director de campaña, que trata de allanar el camino hacia la victoria electoral a un candidato a la presidencia de los Estados Unidos, que es una parodia de Sarah Palin. Esta se da cuenta de que tanto la fraseología como el discurso de los nazis es lo que mejor se puede vender en plena crisis a los votantes potenciales. Al final, cuando es ya demasiado tarde, la candidata comprende que los nazis son nazis de verdad, y que en realidad lo que quieren es invadir la Tierra.
Este film nos puede servir como motivo de reflexión para la situación actual. A finales de los años veinte del siglo pasado, las cámaras de gas y las atrocidades que acabarían cometiendo los nazis es seguro que nos hubieran parecido la historia de una película de ciencia ficción, como nos parece hoy la invasión de la Luna por los nazis. En historia acontecimientos que en determinados momentos nos parecen imprevisibles, luego se convierten en realidades. Mas, la realidad distópica está ya ante nuestros ojos. No nos engañemos, los nazis no están en la luna, como señala la película del finlandés Timo Vuorensola. Lo acabamos de ver en el gesto sin complejo alguno de Elon Musk en la ceremonia de toma de posesión de Donald Trump, como presidente de los Estados Unidos.
Los peligrosos algoritmos y la búsqueda imprudente de ganancias del propietario de Facebook, Meta, Zuckenberg contribuyeron sustancialmente a las atrocidades perpetradas por el ejército de Myanmar contra el pueblo rohingya en 2017
Las nuevas amistades del presidente son grandes millonarios. Elon Musk (Starlink, SpaceX, Tesla, X, patrimonio sobre 421 000 millones de dólares, Jeff Bezos (Amazon, Washington Post, patrimonio valuado en más de 233 000) y Mark Zuckerberg (Meta, patrimonio en más de 200.000). Junto a Tim Cook de Apple y Sam Altman de OpenAI, los mega millonarios proyectan negocios con el nuevo gobierno. Las big tech se erigen, como nunca antes, en razón de Estado; pero, a la vez, el propio Estado opera como razón de ser de las big tech. Obviamente, Estados Unidos no es una democracia, es una plutocracia.
Hagamos un inciso sobre la catadura moral de los compañeros de viaje de Trump. Después de que un tribunal de Delaware le obligara a Musk a comprar Twitter, lo primero que hizo fue despedir a 6.500 personas (alrededor del 80% de la plantilla, según sus propios cálculos). Entre los despedidos había personas cuyo trabajo era moderar el contenido de la plataforma y mantenerla relativamente “segura”. Después de que se fueran, la plataforma quedó abierta a todo el mundo, por lo que se ha degenerado en una cloaca tóxica de fanáticos anti-woke, supremacistas blancos, misóginos, teóricos de la conspiración y otros habitantes de universos alternativos. Es decir, se ha convertido en una máquina de sembrar odio. También modificó los algoritmos de la plataforma para priorizar sus propias publicaciones, lo que le proporcionó un medio de difusión para sus opiniones y preferencias políticas. La estrategia de Musk, una vez que decidió respaldar a Trump fue apostar todo. Se mudó a Pensilvania durante el último mes de la campaña y estuvo activo sobre el terreno todos los días, animando a los activistas y, en general, elevando el perfil de la campaña, especialmente en las áreas rurales. Es decir, se volvió indispensable para Trump, y ahí radica lo que puede llegar a ser su problema. A los narcisistas, como son Trump y Musk, no les gusta tener obligaciones con nadie, sin importar lo útiles que hayan sido.
Los peligrosos algoritmos y la búsqueda imprudente de ganancias del propietario de Facebook, Meta, Zuckenberg contribuyeron sustancialmente a las atrocidades perpetradas por el ejército de Myanmar contra el pueblo rohingya en 2017, en un Informe de Amnistía Internacional. La atrocidad social: Meta y el derecho a reparación de los rohingya, detalla cómo Meta sabía o debería haber sabido que los sistemas algorítmicos de Facebook estaban potenciando la difusión de contenido dañino anti-rohingya en Myanmar, pero la empresa aún así no actuó. “En 2017, miles de rohingyas fueron asesinados, torturados, violados y desplazados como parte de la campaña de limpieza étnica de las fuerzas de seguridad de Myanmar. En los meses y años previos a las atrocidades, los algoritmos de Facebook intensificaron una tormenta de odio contra los rohingyas que contribuyó a la violencia en el mundo real”, afirmó Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional.
Está más que claro que tanto a Musk como a Zuckenberg por el daño que han generado a la humanidad a través de sus plataformas, con la expansión de odio, exclusión, suicidios y muertes se les podría aplicar el delito de “Crímenes económicos contra la humanidad”, concepto que pude conocer en un artículo del mismo título de Lourdes Benería y Carmen Sarasúa. Es claro y contundente. Para la Corte Penal Internacional, crimen contra la humanidad es "cualquier acto inhumano que cause graves sufrimientos o atente contra la salud mental o física de quien los sufre, cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil". Desde la II Guerra Mundial nos hemos familiarizado con este concepto y con la idea de que, no importa cuál haya sido su magnitud, es posible y obligado investigar estos crímenes y hacer pagar a los culpables.
Vivimos tiempos extraños. Observamos con estupor la decadencia de un mundo que creíamos afianzado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial
La unión de las grandes plataformas digitales con un gobierno nunca había sido tan diáfana. En las décadas anteriores, los conglomerados de Internet, guiados por el afán de lucro y dirigidos por varones poco respetuosos con los derechos humanos y con moralina conservadora, tenían reparos en exhibir sus ideas más reaccionarias y traducirlas a un programa gubernamental, y se mostraban esquivos a la hora de adherir a un dirigente político. Sus negocios demandaban cierta equidistancia entre demócratas y republicanos, socialdemócratas y democristianos, laboristas y conservadores. Intentaban trascender las pasiones coyunturales de la partidocracia para incrementar sus beneficios.
Los magnates tecnológicos han abierto sus plataformas a la mentira, convirtiéndolas en armas al servicio de los intereses políticos del presidente electo y su movimiento MAGA para proteger sus propios intereses económicos. Algunos de ellos, como Elon Musk, lo hicieron sin complejos, apoyando abiertamente al candidato republicano durante las elecciones y, últimamente, alineándose con los partidos extremistas en el Reino Unido, Alemania y Austria. Mark Zuckerberg, poniendo fin a la verificación de la mentira y la desinformación en Facebook e Instagram, tachando de censores a los periodistas y medios de comunicación. Jeff Bezos, dueño del periódico Washington Post, rompió su política de no intervenir en su línea editorial cuando bloqueó en última instancia el anuncio del periódico de apoyar la candidatura de la demócrata Kamala Harris a la presidencia. El movimiento de Bezos provocó una oleada de dimisiones de periodistas.
Y todo lo que estamos constatando en estos días de gobierno de Trump, sobrepasa el límite de la razonable. Vivimos tiempos extraños. Observamos con estupor la decadencia de un mundo que creíamos afianzado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Un orden mundial, en el que los derechos humanos eran un referente, al que debían aspirar todas las naciones. La democracia y sus valores: libertad de expresión, el respeto al otro, la solidaridad o el diálogo eran la meta política. Es decir, existían unas líneas rojas. Esas líneas se han traspasado en menos de un mes, aunque ya había suficientes indicios hace años. Contemplamos atónitos la limpieza étnica de los gazatíes tras unos bombardeos horribles sobre ellos con una masiva indiferencia en las sociedades occidentales, que recuerda a lo que se hizo con los armenios en tiempos del imperio otomano. ¿En qué mente puede caber semejante monstruosidad? Tiene que ser una mente corrompida, que envilece a la especie humana. Un auténtico psicópata. Trump, Musk y Zuckemberg lo son. Comtemplamos también cómo se niega el cambio climático, cuando ya hay bastantes datos científicos que lo demuestran como irreversible. ¿Qué mundo queremos dejar para las generaciones futuras? Se ejerce un imperialismo implacable, sin respetar la legislación internacional, al exigir territorios como Groenlandia, o inmiscuirse en otros países, como Panamá, para controlar el Canal de Panamá. Igualmente se eliminan todas las políticas de igualdad y solidaridad. Se expulsan a millones de inmigrantes con familias enteras. Quienes toman estas decisiones, me pregunto, ¿podrán dormir por la noche en su lecho? Y estas políticas no se circunscriben solo a Estados Unidos. Movimientos de extrema derecha se expanden por toda Europa, participando de estos mismos ideales de Trump. La Francia de Marine Le Pen. La Italia de Meloni. La Hungría de Víctor Organ. Y aquí en España el partido Vox de Santiago Abascal, que utiliza los mismos eslóganes de Trump. “Queremos una España grande”. Estamos invadidos”. “tenemos que defendernos incluso con violencia”. Hay que salvar la patria”. Más, si tienen ese éxito es porque detrás una parte importante de la sociedad les apoya con sus votos.
Todas estas actuaciones me recuerdan cada vez más el nazismo puro y duro. Y como he expresado antes, los nazis no viven en la Luna y llegan para invadirnos, los tenemos ante nuestros ojos. El gesto de Musk es muy explícito y no puede excusarse con el argumento de que padece el síndrome de Asperger. Tiene muchos más síndromes y mucho más graves. Por ello, creo que no hay duda alguna que nos dirigimos, si no estamos ya, en un mundo distópico.
Lamentablemente ante esta gravísima situación hay muy pocas veces críticas. Entre ellas, las de Pedro Sánchez, que ha condenado lo que está ocurriendo en Gaza, mientras que la Comisión Europea por temor a las represalias de Trump se ha colocado de perfil. Como también ha llamado a la rebelión contra Musk y la “tecnocasta”. “Lo hacen todo por la pasta, el entorno digital debe ser un bien público”. La solución es promover una alternativa tecnológica europea “humanista”. Sobre esta cuestión la derecha española, ¿tendrá algo que decir?
Uno de los especialistas que ha trabajado el mundo de las grandes plataformas es Jamie Susskind en su libro La República digital, donde propone formas de gobernar mejor la tecnología y las plataformas digitales. Parte del argumento de que los actuales problemas de la industria tecnológica como los algorítmicos-racistas, filtraciones de datos y desinformación no se deben solo a unas pocas "manzanas podridas", sino a que no hemos gobernado la tecnología de forma adecuada.
Presenta una visión de una sociedad "digital republicana" en la que el florecimiento humano y tecnológico vayan de la mano. Se inspira en ensayos políticos clásicos y en la tradición del pensamiento republicano. , "La República Digital" argumenta que necesitamos nuevos marcos legales, instituciones y códigos éticos para poder aprovechar todo el potencial positivo de la tecnología en la era digital de una manera responsable y justa. Muestra algunas propuestas para la consecución de una sociedad republicana digital:
- Establecer un conjunto de derechos digitales fundamentales: derecho a la privacidad digital, derecho a la libertad de expresión en Internet, derecho a la accesibilidad y la conectividad, etc. Estos derechos serían garantizados y defendidos por ley.
- Crear nuevos organismos reguladores especializados para regular las grandes plataformas digitales e imponer normas estrictas sobre protección de datos, desinformación, competencia justa y otros temas.
- Exigir auditorías éticas obligatorias de los sistemas de inteligencia artificial, para identificar y minimizar sesgos y riesgos.
- Implementar una forma de "responsabilidad legal algorítmica", haciendo legalmente responsables a las empresas por los efectos negativos sociales de sus algoritmos.
- Establecer códigos de conducta profesional vinculantes para quienes trabajan en la industria tecnológica, similar a los códigos éticos de otras profesiones como la medicina o el derecho.
- Dividir las grandes plataformas en entidades más pequeñas para promover la competencia justa y evitar monopolios. Cuando sea necesario, nacionalizar algunas partes de la infraestructura digital clave en aras del interés público.
- Invertir considerablemente en nueva infraestructura digital pública (redes, servicios digitales, educación digital) para reducir la dependencia exclusiva de las grandes empresas tecnológicas privadas.