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domingo. 25.05.2025
ANÁLISIS DE DISCURSO

Estados Unidos contra el mundo: la guerra comercial de Trump y el declive de la globalización

La guerra comercial de Trump marca inevitablemente una nueva era global.

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James Fernández Cardozo 

guerra comercial sin precedentes contra el mundo, imponiendo aranceles universales del 10% y castigos aún mayores a socios clave como China (54%), la UE (20%) y Japón (24%). Estas medidas, que elevan el gravamen medio estadounidense a su nivel más alto desde la Gran Depresión, no son solo una política económica: son la reencarnación moderna del Destino Manifiesto, la doctrina que justificó la expansión territorial de EE.UU. en el siglo XIX bajo la creencia de que el país estaba destinado a dominar. Hoy, ese destino se traduce en Make America Great Again (MAGA), un eslogan que combina nostalgia nacionalista con un proteccionismo agresivo.

  1. La estrategia proteccionista
  2. El destino manifiesto 
  3. ¿El último clavo en el ataúd de la globalización?

La estrategia proteccionista

Trump adopta un proteccionismo radical, definido como el uso de aranceles y restricciones comerciales para priorizar la industria nacional. Su argumento es claro: la globalización ha saqueado a EE.UU., generando déficits comerciales y desindustrialización. Sin embargo, economistas señalan que esta visión ignora factores clave como la automatización y la productividad, culpando injustamente a los socios comerciales. El riesgo es evidente: repetición de los errores de 1930, cuando la Ley Smoot-Hawley profundizó la crisis global.

Su mezcla de proteccionismo y nacionalismo mesiánico desafía el orden liberal que rigió desde 1945, pero no ofrece una alternativa viable

La historia advierte sobre los peligros de esta estrategia. En 1930, los aranceles estadounidenses provocaron represalias mundiales, contrajeron el comercio internacional en un 66% y prolongaron la Gran Depresión. Hoy, la OMC ya prevé una contracción del 1% en el comercio global, y economistas como Mark Zandi alertan sobre una recesión inminente. A diferencia del siglo XX, sin embargo, la interdependencia actual es mayor: las cadenas de suministro son globales, y una guerra comercial podría desestabilizar mercados con más velocidad y profundidad.

El destino manifiesto 

La estrategia de Donald Trump trasciende el pragmatismo económico para enraizarse en una estructura axiológica: el Destino Manifiesto como principio ordenador de su visión política, que lejos de ser una mera referencia histórica, configura una cosmovisión que interpreta el desarrollo nacional como un mandato providencial. La retórica trumpista, particularmente en su discurso inaugural de 2025, revitaliza esta ideología presentando la expansión económica como continuación natural del expansionismo territorial decimonónico.

El proyecto MAGA (Make America Great Again) encarna esta lógica de manera paradigmática. Se articula como un discurso de restauración que moviliza tres componentes esenciales: la nostalgia por un pasado mitificado de grandeza industrial incontestada, la concepción del proteccionismo como mecanismo de purificación nacional frente a contaminaciones externas, y la sacralización de la producción doméstica como imperativo moral. Esta construcción simbólica transforma la política económica en una suerte de liturgia nacionalista.

Mientras la globalización económica puede ralentizarse, otras formas de interdependencia seguirán uniendo al mundo, para bien o para mal

Desde una perspectiva crítica, esta cosmovisión entra en tensión irreconciliable con otros marcos axiológicos contemporáneos. Mientras el universalismo liberal valora la interdependencia global, el paradigma trumpista la percibe como amenaza existencial. Frente al ecologismo que enfatiza los límites biofísicos del crecimiento, propone un expansionismo sin restricciones. Y en abierta contradicción con los relatos poscoloniales el destino manifiesto es una justificación metafísica de la hegemonía.

Esta fundamentación trascendente explica la peculiar inmunidad del discurso trumpista a las críticas factuales. Al operar en el registro de la fe antes que en el de la racionalidad instrumental, convierte la adhesión política en un acto de afirmación identitaria donde las contradicciones empíricas (como la evidente globalización de los intereses empresariales del propio Trump) se vuelven irrelevantes. El verdadero desafío que plantea está en su capacidad para reorganizar el imaginario colectivo alrededor de una teleología nacionalista que reinterpreta la historia como revelación divina y la disidencia como herejía secular.

¿El último clavo en el ataúd de la globalización?

Trump culpa a la globalización del declive estadounidense, pero su diagnóstico es parcial. Si bien el comercio con China costó empleos en sectores manufactureros, estudios muestran que la automatización fue más determinante. Además, la globalización benefició a consumidores con precios bajos y a empresas con mercados ampliados. Al demonizarla, Trump capitaliza el malestar de quienes quedaron atrás, pero su solución —aislar a EE.UU.— podría empobrecer aún más a los hogares estadounidenses, especialmente a los más vulnerables, según análisis de la Universidad de Yale.

La respuesta internacional no se ha hecho esperar: Canadá impuso aranceles del 25% a coches estadounidenses; la UE promete "consecuencias inmensas"; y Macron sugiere congelar inversiones sas en EE.UU. Este escenario recuerda a las guerras comerciales de los años 30, pero con un agravante: la economía actual es más frágil. La inflación, ya alta, podría dispararse, y las cadenas de suministro —aún recuperándose de la pandemia— enfrentarían nuevos shocks.

Sin embargo, la globalización no ha sido el oasis de prosperidad esperado. Ha exacerbado la desigualdad, concentrando riqueza en élites mientras precariza empleos y salarios. Multinacionales explotan mano de obra barata en países pobres, como evidenció el desastre de Rana Plaza en Bangladesh, ocurrido en el año 2013, en que un colapso industrial dejó 1.134 muertos y 2.500 heridos, exponiendo la crueldad de la globalización corporativa. El edificio albergaba talleres textiles que producían para marcas occidentales, donde trabajadores —en su mayoría mujeres— laboraban en condiciones inhumanas: grietas estructurales ignoradas, salarios de miseria y jornadas extenuantes. Este suceso es un símbolo recordatorio de la explotación laboral en cadenas de suministro globales y la complicidad de empresas que priorizan ganancias sobre derechos humanos. Reveló cómo la globalización, mientras abarata costos para consumidores del primer mundo, externaliza sufrimiento a los países más vulnerables.

Además, organismos como el FMI y la OMC erosionan soberanías nacionales, imponiendo políticas que privatizan servicios esenciales. Mientras insisten en recetas ortodoxas, crece el reclamo por reformas que prioricen derechos humanos sobre el libre flujo de capitales. El desafío no es rechazar la cooperación internacional, sino democratizarla. Con todo, la crítica de Trump a la globalización es selectiva: ataca sus síntomas (pérdida de empleos) pero no sus causas estructurales, como el poder de estos organismos).

El modelo actual de globalización incentiva la deslocalización, generando crisis ambientales (20% de la contaminación mundial es textil) y vulnerabilidades sistémicas, como se vio durante la pandemia y la guerra en Ucrania. Culturalmente, homogeniza identidades, imponiendo patrones occidentales. Políticamente, ha alimentado el auge populista al dejar decisiones clave en manos de tecnócratas no electos, desconectados de las demandas ciudadanas. Aunque la interdependencia es irreversible, urge reformar la globalización con comercio justo, relocalización estratégica y regulaciones ambientales. Su supervivencia depende de corregir sus fallas estructurales, no de negarlas.

Trump no está solo en su escepticismo hacia la globalización. Movimientos populistas en Europa y Asia también rechazan el libre comercio, acusándolo de erosionar soberanías. Sin embargo, la globalización no desaparecerá: la interdependencia tecnológica, climática y sanitaria (como demostró la pandemia) es irreversible. Lo que cambia es su forma. El futuro podría ver bloques económicos rivales (EE.UU. vs. China) en lugar de un mercado integrado, con un costo: menor crecimiento y mayor inestabilidad.

La guerra comercial de Trump marca inevitablemente una nueva era global. Su mezcla de proteccionismo y nacionalismo mesiánico desafía el orden liberal que rigió desde 1945, pero no ofrece una alternativa viable. Mientras la globalización económica puede ralentizarse, otras formas de interdependencia —como la crisis climática— seguirán uniendo al mundo, para bien o para mal. 

El verdadero legado de esta era podría ser la paradoja de un planeta más dividido en lo político, pero más vinculado que nunca en sus desafíos comunes.


James Fernández Cardozo | PhD Análisis del discurso

Estados Unidos contra el mundo: la guerra comercial de Trump y el declive de la...